sábado, 15 de marzo de 2008

La Noción de Salud desde una perspectiva filosófica





Luís. M. Flores Gonález (Phd)
Profesor de la Facultad de Educación Pontificia de la Universidad Católica de Chile

El desafío de la Filosofía se dirige a la reflexión permanente sobre las posibilidades del hombre y al develamiento del mundo en que vivimos. El hombre, como el mundo, es tareas inconclusas e "indefinidas". Desde esta suspensión, el filósofo pretende bosquejar las huellas de lo infinito y el misterio invisible de las cosas.

Reflexionar sobre el concepto de salud desde una perspectiva filosófica nos conduce a reflexionar sobre las acciones y lenguaje en que la salud se dice y del "mundo" que evoca.

La noción de salud no es un concepto, sino una experiencia que se vive. De esta manera, no sería forzado sostener que la salud está asociada fundamentalmente al proceso de la vida y la muerte de los seres vivos en general. Nos interesa profundizar aquí la cuestión del sentido de la salud en el contexto de la existencia humana.

Para llevar a cabo nuestro propósito, vamos a dividir este estudio en dos momentos: la relación entre la noción de salud y la cuestión de la ética, y, en segundo lugar, algunas reflexiones críticas sobre la noción de normalidad y algunas paradojas de la Medicina moderna.

1. El problema de la salud como cuestión ética


M. Heidegger, en su célebre Carta del Humanismo (1946), reflexiona sobre el sentido originario de la palabra "ética" como ethos. Esta reposición de la palabra ethos conduce a sostener que la ética es la posibilidad concreta para el hombre de construir su morada en el ser. El ser en este caso no es el ser vivo, sino el horizonte inagotable desde donde significamos el mundo, otorgándole un sentido. En este contexto, la palabra "ser", que por sobre todo es verbo, correspondería a la primera afirmación, desde donde brotan todas las otras. Sin embargo, el "ser" no sería solo una especie de articulador lingüístico, o un ordenador artificial de la diversidad de las cosas. El ser alude a un momento originario, a una primera analogía, desde la cual toda cosa dicha, pensada, o imaginada siempre "es" y, por lo tanto, participa de la acción inagotable del ser.

La sutileza de la cuestión reside en que la afirmación del ser nunca es dicha por nadie en términos absolutos, esta afirmación descansa en su silencio originario, que los filósofos, como los poetas y artistas, incansablemente intentan decir de alguna manera.

Desde esta perspectiva, la correspondencia entre ética y ontología no se refiere a sus "objetos", sino al modo como se cruzan sus experiencias fundamentales.

La ética alude a la experiencia de la "casa primera" y "común" del hombre (ethos). La ontología, por su parte, se refiere al despliegue del verbo "ser", que es desde donde emergen las significaciones y construcciones propias del hombre. A la metáfora de la "luz", que indica el significado profundo del ser, en el sentido de aquello que deja ver las cosas, pero que ella misma no se deja ver, se agrega ahora la idea de "horizonte". Con esta metáfora queda de manifiesto que hablar de ser significa de una u otra forma aludir a una experiencia fundamental de orientación, de significación.

La ética, en esta perspectiva, es una experiencia originaria de sentido para el hombre, más que la prescripción normativa de ciertos códigos de conducta. La ética corresponde a la posibilidad para nosotros de llegar a ser "más humanos". Es en esta dimensión cualitativa de la humanitas donde centramos la posibilidad para el hombre de reconocer y vivir su propia humanidad. Todo hombre nace hombre-mujer, pero se hace humano. De esta manera la reflexión ética es correspondiente a la pregunta por el sentido de lo humano. J. F. Malherbe en su último texto llega a decir que la pregunta, o más bien la problemática de la ética consiste en preguntarse qué tipo de ser humano va (o queremos) construir (1).

La cuestión de la salud desde el origen de la Medicina como ciencia (arte para los griegos) aparece mediada éticamente. El principio básico de esta ciencia consiste en no dañar al otro bajo ninguna circunstancia, tal como lo consignara hace ya 25 siglos Hipócrates (2). Es interesante ver que este principio, más que una prohibición es un mandato, es decir, una afirmación más que una restricción. Es una apertura al ilimitado destino del otro, y no una simple negación arbitraria. La acción de no dañar es el principio fundamental de una ética que afirma la "realidad del otro" como primera afirmación de reconocimiento humano.

¿Cuál es entonces la "experiencia" y el "dinamismo" propio de la salud? Si planteamos la pregunta de esta manera es para insistir, desde el inicio, en que la noción de salud, aun siendo gramaticalmente un sustantivo, es en realidad un verbo, es decir, una acción, como lo es la existencia, el conocimiento, el lenguaje, el ser. La definición en estos casos no es posible, y no solo por razones lingüísticas, sino, como veremos, existenciales.

Desde la etimología de la palabra "salud", encontramos algunas pistas que nos ayudan a introducirnos en nuestro propósito. "Salud" viene del latín sanitas, y desde el origen hace referencia a "la salud del cuerpo y del espíritu". Tener salud significa tener buen sentido (bon sens.)

La vida humana es más que un proceso biológico, es decir, la vida no solo es el cumplimiento de determinadas funciones, sino la posibilidad del existir humano de ser "más" plenamente. La plenitud de la vida no se limita a un asunto de autorrealización, o de un logro profesional, sino a una decisión de vivirla desde y hacia un sentido.

La salud, como lo es la vida toda de los individuos, está siempre mediatizada éticamente, es decir, que sobre ella no recae solo una norma o un deber ser, sino una posibilidad de afirmación o de negación de sentido humano. Es sobre esta afirmación de sentido que vamos a situar la ética (3).

El sentido no es una cosa que podamos definir a priori. Sin embargo, sin mayor dificultad, podríamos enumerar una lista de personas que han logrado, a pesar de las dificultades, vivir una vida de sentido. Este significa, en una primera aproximación, "apostar", como diría B. Pascal, confiar y morir en la seguridad (assurance) de que hay un "algo" que al mismo tiempo que nos precede, nos sobrepasa. G. Marcel hablaba de misterio, otros, de fin último; otros, simplemente, de Dios. En este caso el nombre del "sentido" no es lo medular, sino su reconocimiento.

El amor, no el burdo romanticismo emocional, sino aquel que nos puede conducir a dar la vida por el otro, como la justicia que supera a la justicia de las leyes, son ciertamente gestos de sentido. Estos significan más de lo que "en sí" logran decir (4).

Maximiliano Kolbe, sacerdote polaco, ocupa el lugar del "otro hombre", un anónimo padre de familia que estaba en la lista para morir en Auschwitz.

Desde un pragmatismo absoluto se podría llegar a decir que la muerte de Maximiliano fue inútil. La persona que reemplazó murió semanas más tarde. Sin embargo, el gesto de Kolbe es un gesto de valor y de sentido humano, y no un absurdo. La acción de dar la vida es quizá el gesto de máximo reconocimiento a otro.

A diferencia del fanático, que en algunos casos está también dispuesto a morir, pero a condición justamente de negar radicalmente el rostro del otro, asesinándolo (5).

El que es capaz de morir por otro aporta un sentido que parece no terminar con la simple conmemoración del hecho en el presente. Parece que en este registro se abre un espacio de reconocimiento infinito, y un modo concreto de interpretar nuestro presente desde este "gesto" que al estar inscrito más allá de las palabras se reinterpreta siempre de otro modo.

Vicktor Frankl, en su texto El hombre en busca de sentido, llega a decir (sin ningún ánimo de promover alguna especie de masoquismo) que el sufrimiento también puede ser una instancia de sentido.

El hedonismo se presenta en nuestro medio como un fin en sí mismo y no solo como una posibilidad de exacerbar los placeres sensibles, sino, además, como la realización de una entretención infinita, que no es otra cosa que una alienación pura y simple. No parece una exageración que algunos estudiosos del tema llegan a caracterizar nuestra era como la era del vacío (6).

Ahora examinaremos ciertas relaciones entre la Medicina y la posmodernidad, y algunos antecedentes provenientes de un filósofo y médico que ha reflexionado de un modo acucioso sobre la relación entre lo normal y lo patológico: nos referimos a Georges Canguilhem.

1.1. Algunos aportes de Georges Canguilhem (1904-1995)

Lo normal aparece como una noción ambigua y arbitraria, si se le reduce al promedio matemático, o a un censo estadístico.

"La vida humana, sostiene Canguilhem, puede tener un sentido biológico, un sentido social, un sentido existencial. Todos estos sentidos pueden ser indiferentemente retenidos en la apreciación de las modificaciones que la enfermedad infringe al viviente humano" (7).

El autor antes citado indica que la cuestión de fondo cuando analizamos lo viviente, la vida, es saber, y decidir si estamos tratando a esta como un "sistema de leyes o como una organización de propiedades, si debemos hablar de leyes de la vida o de orden de la vida".

La confrontación que hace Canguilhem fue hecha en respuesta a las primeras investigaciones que hiciera al inicio de la ciencia médica moderna Claude Bernard.

Canguilhem critica a Bernard, que, a pesar de no identificar necesariamente lo cualitativo con lo cuantitativo, al momento de distinguir lo normal de lo patológico, cree en "una legalidad fundamental de la vida análoga a la materia". La idea de la organización permite al autor avanzar hasta lo que hoy podríamos denominar perspectiva estructural-fenomenológica, cuando insiste que lo patológico no se reduce a lo biológico. La vida es una polaridad dinámica (8).

La vida entera es una experiencia y tentativa de sentido, en todas las direcciones. La intencionalidad, la conciencia, como diría Merleau-Ponty, emerge de un cuerpo que no es más un objeto, sino un sujeto (9).

Dos cuestiones cruzan la preocupación filosófica, biológica de Canguilhem. La primera consiste en preguntarse sobre si el estado patológico corresponde a una modificación cuantitativa del estado normal. La segunda es preguntarse si hay ciencia de lo normal y lo patológico.

En el primer caso, Canguilhem debe confrontar su reflexión con dos de los paradigmas que se perfilaban en su época como válidos. Por un lado, A. Comte, quien se interesaba en lo patológico en vista de determinar especulativamente las leyes de lo normal. Claude Bernard se interesaba, al contrario, en lo normal con el propósito de actuar de un modo razonable sobre lo patológico (10).

Contra A. Comte, Canguilhem rechaza el postulado que pretende que la patología es tan solo una forma de lo normal medible en grados o en niveles de menos a más.

Para Claude Bernard, la Medicina es la ciencia de las enfermedades, y la Fisiología sería la ciencia de la vida propiamente tal.

Canguilhem sostiene, contra Bernard, que la enfermedad compromete al organismo en su totalidad y no solamente a uno o algunos órganos.

Estar enfermo, prosigue el autor, es verdaderamente para el sujeto otra "expresión" (allure) de la vida. La enfermedad obliga al organismo a remodificar su modo de ser.
El estado de salud tiene al sujeto en la inconsciencia de su cuerpo, el cuerpo emerge a la conciencia cuando el sujeto experimenta (vive) limitaciones, amenazas y obstáculos para su salud. La idea de un cuerpo emergente no impide a Canguilhem privilegiar el estado de la conciencia de la enfermedad, como aquello que la constituye, no a la enfermedad en sí, sino a la enfermedad para el enfermo (11).

1.2. Medicina y posmodernidad

El desarrollo y avance de la llamada biotecnología nos abre un mundo de insospechadas ventajas respecto de la vida y específicamente la salud.

No sabemos hasta dónde se podrá llegar y como saberlo es imposible, podemos reflexionar sobre las nuevas fronteras de la vida, que parecen cada vez más anchas e indiscernibles.

Los filósofos, como Levinas y también algunos médicos en nuestro medio (R. Bustos), intentan hacerse cargo de un ‘olvido’ de lo humano. No tendría sentido responsabilizar de este ‘olvido’ a las políticas de salud ni a los ministros ni a la OMS. Sin embargo, es bastante claro que el vertiginoso desarrollo e innumerables avances en el dominio de la biología molecular y la genética nos pone en una posición de crítica respecto del ‘sentido’ del cual hablamos antes.

Las claves del humanismo aparecen enfrentadas a una tensión que algunos ubican al interior de la modernidad, que supuestamente terminó o está terminando, y al nacimiento de la posmodernidad (12). Hay otros que sitúan esta crisis (del humanismo) como expresión de una crisis metafísica (13).

Una de las expresiones más concretas de esta crisis es la manera como la vida, en general, y la existencia humana, en particular, se reduce a la función que se desempeña. No es casual que el concepto de salud se refiera fundamentalmente a la dimensión funcional orgánica del cuerpo o, como lo veremos en el próximo punto, a la adaptación, también funcional, del individuo al sistema.

Este reduccionismo no solo se refiere a una toma de posición epistemológica, es decir, y como lo indica R. Bustos, a una práctica médica inspirada en una ‘epistemología neutra’, sino, además, y fundamentalmente, por una imagen mecanicista y funcional de la vida humana.

Gabriel Marcel, filósofo de la existencia, ya en el año 1933, diagnosticaba la situación de la ‘Época contemporánea’, caracterizada por una representación del hombre como un haz de funciones. En el origen de este desplazamiento se operaba otro más profundo y más sutil. Este corresponde al paso del misterio del ser a la "objetividad" del tener (avoir). Tener cosas no tiene nada de despreciable, como la "objetividad" que se puede obtener frente a un hecho cualquiera. El problema reside cuando se termina identificando el ser que somos, con la función que hacemos, o estableciendo que el único criterio válido en el campo de las ciencias (y particularmente en la Medicina) es el de la "objetividad".

Sería absurdo resistir y negar la "objetividad" de las causas de una enfermedad o el dolor que la produce. Si se identifica la sola búsqueda de la causalidad con el plano de la objetividad, se deja entre paréntesis la subjetividad del enfermo, y, por tanto, a la enfermedad misma.

Por esta razón, piensa Canguilhem que la "definición" de la enfermedad debiera remitir, entonces, a la conciencia del enfermo. Es porque hay hombres enfermos que hay Medicina, y no por el hecho de que hay médicos es que hay enfermedades. Lo que en otros términos quiere decir que este autor subraya lo que parece una evidencia palmaria: la Medicina siempre sana o, al menos, aspira a ello. Esta última afirmación es criticada ampliamente por el Dr. Reinaldo Bustos en su texto Las enfermedades de la Medicina, que estudiaremos a continuación (14).

2. La patología de la normalidad y la medicina sacrificial

Algunas de las tesis de R. Bustos van a iluminar la segunda parte de este trabajo. Para ahondar en la crítica respecto de la idea que identifica lo normal con aquello que funciona, retomaremos también algunas ideas expuestas por E. Fromm sobre la noción de patología de la normalidad.

2.1 Sobre la patología de la normalidad

En síntesis, E. Fromm deja de manifiesto que lo que denominamos normal es una noción arbitraria y relativa a criterios funcionales. El relativismo sociológico que critica el autor postula que lo normal es sinónimo de lo que funciona. Sin embargo, la simple adaptación de los individuos a un sistema social no garantiza, necesariamente, una normalidad. O, si se prefiere, la norma del conjunto no excluye lo que Fromm denomina con el nombre de patología de la normalidad.

Los argumentos son de dos tipos: el primero es un argumento cuantitativo: los países de mayor desarrollo económico presentan los porcentajes más altos de suicidios, homicidios y hechos de violencia. El segundo argumento es de orden cualitativo: la presencia de los "defectos socialmente modelados" (DSM).

Estos defectos son aquellas situaciones que se modelan de tal manera, que se aceptan como normales. En este contexto los vicios se presentan como virtudes. Las formas de engaño social y los complejos modos de hipocresía son ejemplos de DSM. En nuestro medio, sugiere O. Dörr, el lenguaje excrementicio que usamos en lo cotidiano es una forma que se valida en todas partes. Lo más delicado es que esta forma de hablar corresponde a una patología (coprolalia) que acusan pacientes neurológicos con daño cerebral severo (15).

La tesis de Fromm sobre la patología de la normalidad y los DSM fue, aunque no de un modo explícito, recogida en un filme argentino de los años 80: Hombre mirando al sureste.

Ramtés, el personaje principal, se cree venido de otro planeta y se va derecho al manicomio. La decisión que toma este loco una vez en el hospital es, simplemente, decir la verdad y denunciar la forma como son tratados los enfermos en este centro psiquiátrico.

Ramtés enfrenta la "normalidad" del sistema, representado por el hospital, y la normalidad funcionaria del psiquiatra que lo atiende. La historia sucede sin saber verdaderamente de dónde venía Ramtés. Lo que es evidente es que la supuesta locura del personaje es más lúcida que la normalidad en que se desenvuelve el sistema hospitalario. El final es previsible: el personaje con diagnóstico de delirio de humanidad no resiste al "tratamiento", y muere dejando la sensación de incertidumbre y de absurdo respecto de lo que nosotros creemos y justificamos como normal.

Brevemente acordemos algunas conclusiones provisionales a este respecto.

Primero, lo delicado que es identificar normalidad con lo que sucede más a menudo, o con el resultado estadístico. Segundo, que la adaptación del individuo a un determinado sistema no es condición necesaria de normalidad. Tercero, que la razón para reflexionar sobre la PN consiste en suponer que la inadaptación del individuo bien puede ser consecuencia de una inadaptación de la cultura misma respecto del sujeto, y no al revés.

Desde otra perspectiva, pero siempre en el plano de la salud mental, Oliver Sacks (1933) escribe una serie de casos límite, donde justamente las patologías se parecen más a una historia escrita por un escritor surrealista que a un informe neurológico.

En la mayoría de los casos narrados por Sacks, los límites entre lo normal y lo patológico aparecen obnubilados por una tensión existencial. La "subjetividad" de la enfermedad trasciende los límites de la supuesta objetividad del diagnóstico. "Nosotros no vemos las cosas en sí, sino con relación a otras. Algo le pasaba al paciente identificado como el Dr. P que confundía a su mujer con un sombrero, y que le impedía hacer la relación entre lo que veía y él mismo" (16).

2.2. La dimensión sacrificial de la Medicina


Según la perspectiva de Reinaldo Bustos, las enfermedades de la Medicina corresponden a las enfermedades del mundo moderno. La noción de sacrificio le permite al autor situar antropológicamente la cuestión de la enfermedad.

El sacrificio o formas sacrificiales, estudiadas largamente por el antropólogo francés R. Girard, son las respuestas que los hombres dan a una rivalidad mimética, que se despliega a partir del origen triádico del deseo.

Sostener que el deseo se estructura en tres momentos, significa postular que este no tiene un objeto determinado a priori. El hombre nace deseando, pero sin saber qué. El rasgo constitutivo del deseo es su indeterminación.

No nacemos deseando, somos deseo. Sin embargo, la condición existencial del deseo no se limita al fijo esquema de una correspondencia simétrica con el objeto deseado. El objeto, o aquello que es deseado, nunca es "en-sí", sino que es deseado porque hay un otro que también lo quiere y que, recíprocamente, se desea porque yo también lo quiero. Aprendemos a desear lo que rivalizamos con otro que quiere lo mismo que nosotros.

El deseo es fruto de una competencia, de un aprendizaje, de una rivalidad que Girard denomina con el nombre de "mimética". La "mímesis de apropiación" no es sino el deseo que se apodera de lo que otro también quiere. Somos herederos de una violencia que al principio fue cometida por los dioses. La violencia y lo sagrado van de la mano, al interior de un mundo repleto de dioses. La historia de la humanidad aparece fundada sobre un "asesinato fundacional", un crimen, o un hecho de sangre (17).

El crimen de la modernidad es que los hombres, es decir, nosotros mismos, somos ahora los asesinos de Dios. La profética afirmación de Nietzsche respecto de la "muerte de Dios" es un signo de cómo nuestro tiempo se seculariza y se vacía de sentido. "El fenómeno sacrificial sigue vigente en la época moderna y al interior de una práctica —como la Medicina— que se supone orientada en el sentido contrario, hacia al alivio de los dolores y sufrimientos humanos, pero al costo de negar la subjetividad, como una operación estratégica en función de rendimiento social. Existe el sacrificio, simplemente ha cambiado el escenario y la forma de representación" (Bustos, ídem. p. 39).

Esta idea es relevante, porque nos abre a la posibilidad de plantear una crítica profunda a nuestras prácticas del "quehacer" humano, y no solo a la Medicina. La negación de la subjetividad no es simplemente una operación abstracta de una razón que se instrumentaliza cada vez más, sino también, además, una negación, o al menos un paréntesis de esa posibilidad de afirmación de sentido que indicábamos antes. El sentido parece reducido a intereses de mercado, a ganancias y resultados. La importancia que tienen estas categorías es incontestable, pero también lo es el hecho, la forma flagrante en que nos supeditamos a ellas.

Un mundo feliz, de Huxley, fue en su momento una advertencia de que las posibilidades de un mundo programado, que pretende evitar el dolor por el consumo de cualquier droga posible, se convierte inexorablemente en un mundo desgraciado y tremendamente infeliz.

En la medida que lo "humano", de cualquier forma, se transforme en un medio o en alguna justificación cualquiera de alguna ideología o incluso de alguna religión, se termina por negar a sí mismo.
Conclusiones

Nuestro tiempo es un tiempo de crisis. Sin embargo, esta crisis significa también un tiempo de discernimiento y de crítica de lo que somos y hacia dónde queremos ir. El humanismo es quizás el único "ismo" que no se reduce a una doctrina cerrada ni a una respuesta única. Evidentemente esto no siginifica optar por vivir siempre en suspenso o entre paréntesis.

Darse una respuesta puede significar, en primer lugar, no excluir la respuesta del "otro"; nos abre la mirada al "otro-hombre", a la tolerancia, y la posibilidad de llevar a cabo una ética de la responsabilidad. Esta ética puede significar el esfuerzo permanente de reconocimiento del otro, de recoger la "diferencia", en oposición a una filosofía fundada en la idea de identidad, y de reconstruir las implicancias existenciales de "sentido" siempre abierto de la dignidad humana.

Ivan Illich escribía un artículo en Le Monde Diplomatique el año ‘99, donde manifestaba su preocupación por el modo como comienza a desarrollarse cada vez más la tendencia en países desarrollados a la "obsesión de la salud perfecta".

Nosostros en nuestro medio estamos, quizás, lejos de esta obsesión, pero hay otras bien conocidas y publicitadas. En un sistema donde la salud parece más un privilegio que un derecho, se tiende a "emparejar" la entrega de servicios haciéndolos más eficientes. La obsesión por la eficiencia puede desviar el sistema hacia un pura cuestión funcionaria y administrativa, en desmedro del "sano" reconocimiento del "otro".

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