jueves, 17 de julio de 2008

N o c t u r n o



















Han pasado los años con su sonrisa simple. . . .
Sólo tú no te has ido,
en el tiempo varada, como un barco en el río,
entre un lento perfume de algas verdes,
en el pelo, encendidas, las flores de la brisa,
y una oculta dinamia en la quietud canela.

La raíz de tu nombre va aferrada en el viento
que de mi lado huye y en mi torno se queda,
Qué distantes tus voces! Tu mudez, qué inmediata!
y qué metal translúcido el que me trae tu acento!

Hamadríade huraña, emerges de las aguas febriles,
de las palmas derviches que rezan en la alberca.
Presiento que te acercas en la égloga insomne;
y miro cómo bogan tus ojos marineros
con la ternura errante de las luces del puerto!

Con las piedras que cercan tus pasos en la hierba,
la luna ha triturado su candeal esbelto.
tu eco va fluyendo en la vocal del agua
y ondulan en la fronda tus nocturnos cabellos.

Se han roto en mis oídos las cuerdas de tu risa
y mis pulsos arrastran tu angustiado recuerdo!

En la amarga dulzura que en mis labios persiste,
en estos ojos áridos que ha empapado el relente,
siento que va pasando tu silencio de yedra,
pero que has de tornar, fugitiva y concéntrica!


Ángel Raúl Villasana

La Victoria, Estado Aragua


Tomado de: Villasana, Ángel Raúl. “Nocturno”, Revista Nacional de Cultura, Septiembre-Octubre, Nº 11-12, 1939, p. 104.

Quiero llamarte amiga*














Mujer alucinada y generosa quiero llamarte amiga
amiga de estas visiones mías atormentadas
mujer que me has traído la belleza de dios en tu mensaje
quiero llamarte amiga por todos los presagios con que siento
la afluencia de saberte hermana de saberte flor
necesito internarme por tus tesoros luminosos
nombrándote por tu contorno de alborada por tu destino
heme aquí en busca de esperanza y de misterio
sintiéndote amiga con toda la pureza del espíritu
aguardando comprender letra por letra tu mensaje y tu raíz
creo en tu pensamiento que recorre los abismos
creo en tu corazón como una rosa viva y poderosa
ciega mujer de amor creo en tu sombra en tu verbo
delicada imagen del misterio quiero llamarte amiga
junto a estas zozobras que circundan mi pecho
al borde de tantos horizontes perseguidos
entre lastimaduras avanzo conducido por el llanto
y te sigo –oh presentida luz oh cuerpo del hallazgo–
para asir el hechizo con que eres lámpara que vigila
perla que desafía el secreto de la vida
ladera de la paz caída en lágrimas pero triunfante al fin
te nombro amiga como si alguna vez en algún sitio
te hubiera conocido frente a frente
pero qué importa el no–haberte visto si te he escuchado
en la borrosa claridad de los crepúsculos
cuando el alma se agita entre preguntas y oraciones
para encontrarte en el fuego del ideal te digo amiga
respóndeme en esta quimera en esta certidumbre
con que te invoco mujer–espejo de un nuevo testamento.


*Jean Aristeguieta





Tomado de: Revista Nacional de Cultura; N° 111-113, año XVII, Caracas –Venezuela, Julio-Agosto, 1955.

domingo, 6 de julio de 2008

Así Termina la Vida y Comienza la supervivencia
















Carta del Jefe Indio Seattle
El Gran Jefe de Washington manda a decir que desea comprar nuestras tierras. El Gran Jefe también nos envía palabras de amistad y buena voluntad. Apreciamos esta gentileza porque sabemos que poca falta le hace, en cambio, nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta, pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego y tomarse nuestras tierras. El Gran Jefe de Washington podrá confiar en lo que dice el Jefe Seattle con la misma certeza con que nuestros hermanos blancos podrán confiar en la vuelta de las estaciones. Mis palabras son inmutables como las estrellas.

¿Cómo podéis comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? Esta idea nos parece extraña. No somos dueños de la frescura del aire ni del centelleo del agua. ¿Cómo podríais comprarlos a nosotros? Lo decimos oportunamente. Habéis de saber que cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada hoja resplandeciente, cada playa arenosa, cada neblina en el oscuro bosque, cada claro y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y la experiencia de mi pueblo. La savia que circula en los árboles porta las memorias del hombre de piel roja.

Los muertos del hombre blanco se olvidan de su tierra natal cuando se van a caminar por entre las estrellas. Nuestros muertos jamás olvidan esta hermosa tierra porque ella es la madre del hombre de piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las fragantes flores son nuestras hermanas; el venado, el caballo, el águila majestuosa son nuestros hermanos. Las praderas, el calor corporal del potrillo y el hombre, todos pertenecen a la misma familia. "Por eso, cuando el Gran Jefe de Washington manda decir que desea comprar nuestras tierras, es mucho lo que pide. El Gran Jefe manda decir que nos reservará un lugar para que podamos vivir cómodamente entre nosotros. El será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos. Por eso consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Más, ello no será fácil porque estas tierras son sagradas para nosotros. El agua centelleante que corre por los ríos y esteros no es meramente agua sino la sangre de nuestros antepasados. Si os vendemos estas tierras, tendréis que recordar que ellas son sagradas y deberéis enseñar a vuestros hijos que lo son y que cada reflejo fantasmal en las aguas claras de los lagos habla de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.

Los ríos son nuestros hermanos, ellos calman nuestra sed. Los ríos llevan nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si os vendemos nuestras tierras, deberéis recordar y enseñar a vuestros hijos que los ríos son nuestros hermanos y hermanos de vosotros; deberéis en adelante dar a los ríos el trato bondadoso que daréis a cualquier hermano.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra manera de ser. Le da lo mismo un pedazo de tierra que el otro porque él es un extraño que llega en la noche a sacar de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermano sino su enemigo. Cuando la ha conquistado la abandona y sigue su camino. Deja detrás de él las sepulturas de sus padres sin que le importe. Despoja de la tierra a sus hijos sin que le importe. Olvida la sepultura de su padre y los derechos de sus hijos. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano el cielo, como si fuesen cosas que se pueden comprar, saquear y vender, como si fuesen corderos y cuentas de vidrio. Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras sí sólo un desierto.

No lo comprendo. Nuestra manera de ser es diferente a la vuestra. La vista de vuestras ciudades hace doler los ojos al hombre de piel roja. Pero quizá sea así porque el hombre de piel roja es un salvaje y no comprende las cosas. No hay ningún lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ningún lugar donde pueda escucharse el desplegarse de las hojas en primavera o el orzar de las alas de un insecto. Pero quizá sea así porque soy un salvaje y no puedo comprender las cosas. El ruido de la ciudad parece insultar los oídos. ¿Y qué clase de vida es cuando el hombre no es capaz de escuchar el solitario grito de la garza o la discusión nocturna de las ranas alrededor de la laguna? Soy un hombre de piel roja y no lo comprendo. Los indios preferimos el suave sonido del viento que acaricia la cala del lago y el olor del mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado por la fragancia de los pinos.

El aire es algo precioso para el hombre de piel roja porque todas las cosas comparten el mismo aliento: el animal, el árbol y el hombre. El hombre blanco parece no sentir el aire que respira. Al igual que un hombre muchos días agonizantes, se ha vuelto insensible al hedor. Mas, si os vendemos nuestras tierras, debéis recordar que el aire es precioso para nosotros, que el aire comparte su espíritu con toda la vida que sustenta. Y, si os vendemos nuestras tierras, debéis dejarlas aparte y mantenerlas sagradas como un lugar al cual podrá llegar incluso el hombre blanco a saborear el viento dulcificado por las flores de la pradera.

Consideraremos vuestra oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, pondré una condición: que el hombre blanco deberá tratar a los animales de estas tierras como hermanos. Soy un salvaje y no comprendo otro modo de conducta. He visto miles de búfalos pudriéndose sobre las praderas, abandonados allí por el hombre blanco que les disparó desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo como el humeante caballo de vapor puede ser más importante que el búfalo al que sólo matamos para poder vivir. ¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales hubiesen desaparecido, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu. Porque todo lo que ocurre a los animales pronto habrá de ocurrir también al hombre. Todas las cosas están relacionadas entre sí.

Vosotros debéis enseñar a vuestros hijos que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra, debéis decir a vuestros hijos que la tierra está plena de vida de nuestros antepasados. Debéis enseñar a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre. Todo lo que afecta a la tierra afecta a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen el suelo se escupen a sí mismos.

Esto lo sabemos: la tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida: es sólo una hebra de ella. Todo lo que haga a la red se lo hará a sí mismo. Lo que ocurre a la tierra ocurrirá a los hijos de la tierra. Lo sabemos. Todas las cosas están relacionadas como la sangre que une a una familia.

Aún el hombre blanco, cuyo Dios se pasea con él y conversa con el -de amigo a amigo no puede estar exento del destino común-. Quizá seamos hermanos, después de todo. Lo veremos. Sabemos algo que el hombre blanco descubrirá algún día: que nuestro Dios es su mismo Dios. Ahora pensáis quizá que sois dueño de nuestras tierras; pero no podéis serlo. El es el Dios de la humanidad y Su compasión es igual para el hombre blanco. Esta tierra es preciosa para El y el causarle daño significa mostrar desprecio hacia su Creador. Los hombres blancos también pasarán, tal vez antes que las demás tribus. Si contamináis vuestra cama, moriréis alguna noche sofocados por vuestros propios desperdicios. Pero aún en vuestra hora final os sentiréis iluminados por la idea de que Dios os trajo a estas tierras y os dio el dominio sobre ellas y sobre el hombre de piel roja con algún propósito especial. Tal destino es un misterio para nosotros porque no comprendemos lo que será cuando los búfalos hayan sido exterminados, cuando los caballos salvajes hayan sido domados, cuando los recónditos rincones de los bosques exhalen el olor a muchos hombres y cuando la vista hacia las verdes colinas esté cerrada por un enjambre de alambres parlantes. ¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Así termina la vida y comienza la supervivencia....

sábado, 5 de julio de 2008

Josefina la cantora o el pueblo de los ratones


















Franz Kafka (1883-1924)


Nuestra cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído, no conoce el poder del canto. No hay nadie a quien su canto no arrebate, prueba de su valor, ya que en general nuestra raza no aprecia la música. La quietud es nuestra música preferida; nuestra vida es dura, y aunque intentáramos olvidar las preocupaciones cotidianas no podríamos nunca elevarnos a cosas tan alejadas de nuestra vida habitual como la música. Pero no nos quejamos demasiado; ni siquiera nos quejamos: consideramos que nuestra máxima virtud es cierta astucia práctica, que en verdad nos es sumamente indispensable, y con esa sonriente astucia solemos consolarnos de todo, aun cuando alguna vez sintiéramos –lo que no ocurre nunca- la nostalgia de la felicidad que tal vez la música produce. Sólo Josefina es una excepción; le gusta la música, y además sabe comunicarla; es la única; con su desaparición desaparecerá también la música- quién sabe hasta cuando- de nuestras vidas.

Muchas veces me he preguntado qué ocurre realmente con esa música. Somos totalmente amusicales; ¿cómo comprendemos entonces el canto de Josefina, o más bien, comprendemos entonces el canto de Josefina, o más bien, ya que Josefina niega nuestra compresión, creemos comprenderlo? La respuesta más simple sería que la belleza de dicho canto es tan grande que ni el espíritu más obtuso puede resistirla; pero esa respuesta es insatisfactoria. Si así fuera realmente, al oír ese canto deberíamos experimentar, ante todo y en todos los casos, la sensación de lo extraordinario, la sensación de que en esa garganta resuena algo que no hemos oído nunca, y que tampoco somos capaces de oír, y que tal vez Josefina y sólo ella nos capacita para oír. En realidad, no es ésta mi opinión, no siento eso y no he notado que los demás lo sintieran. En círculos íntimos, no titubeamos en confesarnos que, como canto, el canto de Josefina no es nada extraordinario.

Par empezar, ¿es canto? A pesar de nuestra amusicalidad, poseemos tradiciones de canto; en la antigüedad, el canto existió entre nosotros; las leyendas lo mencionan, y hasta se conservan canciones, que desde luego ya nadie puede cantar. Por lo tanto, tenemos cierta idea de lo que ees el canto, y es evidente que el canto de Josefina no corresponde a esa idea ¿Es entonces canto? ¿No será quizás un mero chillido? Todos sabemos que el chillido es la aptitud artística de nuestro pueblo, o mejor que una aptitud, una característica expresiva vital. Todos chillamos, pero a nadie se le ocurre que chillar sea un arte, chillamos sin darle importancia, hasta sin darnos cuenta, y muchos de nosotros ni siquiera saben que chillar es una de nuestras características. Por lo tanto, si fuera cierto que Josefina no canta, sino chilla, y que tal vez, como creo yo por lo menos, su chillido no sobrepasa los limites de un chillido común –hasta es posible que sus fuerzas ni si quiera alcancen par un chillido común, cuando un mero trabajador de la tierra puede chillar todo el día, mientras trabaja, sin cansarse-; si todo esto fuera cierto, entonces quedaría inmediatamente refutadas la pretensiones artísticas de Josefina, peor todavía faltaría resolver el enigma de su inmenso efecto.

Porque después de todo, lo que ella emite es un simple chillido. Si uno se coloca bien lejos y la escucha, o todavía mejor, si para poner a prueba su discernimiento trata de reconocer la voz de Josefina cuando ésta canta en medio de otras voces, sólo distingue, sin lugar a dudas, un vulgar chillido, que en el mejor de los casos apenas se diferencia por su delicadez o su debilidad. Y sin embargo, si no está ante ella, ya no oye un simple chillido; para comprender su arte es necesario no sólo oírla, sino también verla. Aun cuando sólo fuera nuestro chillido cotidiano, nos encontramos ante todo con la peculiaridad de alguien que se prepara solemnemente para ejecutar un acto cotidiano. Cascar una nuez no es realmente un arte, y en consecuencia nadie se atrevería a congregar a un auditorio para entretenerlo entonces ya no se trata meramente de cascar nueces. O tal vez se trate meramente de cascar nueces, pero entonces descubrimos que nos hemos despreocupado totalmente de dicho arte porque lo dominábamos demasiado, y este nuevo cascador de nueces nos muestra por primera vez la esencia real del arte, al punto que podría convenirle, para un mayor efecto, ser un poco menos hábil en cascar nueces que la mayoría de nosotros.

Tal vez acontece lo mismo con el canto de Josefina; admiramos en ella lo que no admiramos en nosotros; por otra parte, ella está en ese sentido totalmente de acuerdo con nosotros. Yo me encontraba presente una vez que alguien, como a menudo ocurre, se refirió al chillido popular, tan difundido, y en verdad se refirió muy tímidamente, pero para Josefina era más que suficiente. No he visto nunca una sonrisa tan sarcástica y arrogante como la suya en ese momento; ella, que es la personificación de la perfecta delicadeza, y hasta se destaca por su delicadeza entre nuestro pueblo, tan rico en finos tipos femeninos, llegó a parecer en ese instante francamente vulgar; pero su gran sensibilidad la permitió darse cuenta, y se dominó. De todos modos, niega toda relación entre su arte y el chillido. Sólo siente desprecio hacia los que son de opinión contraria, y probablemente odio inconfesado. Esto no es simple vanidad, porque dichos opositores, entre los que en cierto modo me cuento, no la admiran seguramente menos que la multitud, pero Josefina no se conforma con la mera admiración, quiere ser admirada exactamente de la manera que ella prescribe; la simple admiración no le importa. Y cuando uno está frente a ella, la comprende; la oposición sólo es posible desde lejos; cuando uno está frente a ella, sabe: lo que chilla no son chillidos.

Como chillar es uno de nuestros hábitos inconscientes, podría suponerse que también en el auditorio de Josefina se oyen chillidos; nos encanta su arte, y cuando estamos encantados, chillamos; pero su auditorio no chilla, guarda un silencio de ratón; como si nos volviéramos partícipes de la anhelada calma, de la que nuestro chillar nos apartaría, callamos ¿No extasía su canto, o no será más bien el solemne silencio que envuelve su débil vocecita? Sucedió una vez que una tonta criatura comenzó también a chillar, con toda inocencia, mientras Josefina cantaba. Ahora bien, era exactamente lo mismo que Josefina nos hacía oír; frente a nosotros, su chillidos cada vez más débiles, a pesar de todos los ensayos, y en medio del público, el chillido infantil e involuntario; hubiera sido imposible señalar una diferencia; y sin embargo silbamos y siseamos inmediatamente a la intrusa, aunque en realidad era totalmente innecesario, porque ésta se habría retirado de todos modos arrastrándose de terror y vergüenza, mientras Josefina lanzaba su chillidos triunfal y en un completo éxtasis extendía los brazos y estiraba el cuello hasta más no poder.

Por otra parte, siempre ocurre así, cualquier pequeñez, cualquier contingencia, cualquier contrariedad, un crujido del suelo, un rechinar de dientes, un defecto de la iluminación le sirve de pretexto par realzar el efecto de su canto; cree cantar sin embargo ante oídos sordos; aprobación y aplauso no le faltan, pero sí verdadera compresión, según ella, y hace tiempo que se resignó a la incomprensión. Por eso le agradaban tanto las interrupciones; cualquier circunstancia exterior que se oponga a la pureza de su canto, que pueda ser vencida con poco esfuerzo, o hasta sin esfuerzo, simplemente afrontarla, puede contribuir a despertar a la multitud, y a enseñarle, si no la comprensión, por lo menos un supersticioso respeto.

Si así le sirven las pequeñeces ¡cuánto más las grandes contingencias! Nuestra vida es muy inquieta, cada día nos trae nuevas sorpresas, temores, esperanzas y sustos, que el individuo aislado no podría soportar si no contara día y noche, siempre, con el apoyo de sus camaradas; pero aun así sería bastante difícil; muchas veces miles de espaldas tambalean bajo una carga destinada a uno solo. Entonces Josefina considera que ha llegado su hora. Se yergue, delicada criatura; su pecho vibra angustiosamente, como si hubiera concentrado todas sus fuerzas en el canto, como si se hubiera despojado de todo lo que en ella no es directamente necesario al canto, toda fuerza, toda manifestación de vida casi, como si se hubiera desnudado, abandonado, entregado totalmente a la protección de los ángeles guardianes, como si en su total arrobamiento en la música un solo hálito frío pudiera matarla. Pero Justamente cuando así aparece los que nos decimos oponentes solemos comentar:

-Ni siquiera puede chillar; tiene que esforzarse tan horriblemente no para cantar ( no hablemos de cantar), sino para obtener algo vagamente parecido al chillido habitual del país.

Así comentamos, pero esta impresión, como he dicho inevitablemente, es sin embargo fugaz, y rápidamente desaparece. Pronto, también nosotros nos sumergimos en el sentimiento de la multitud, que en cálida proximidad escucha, conteniendo el aliento.

Y para reunir en torno a ella esta multitud de gente de nuestro pueblo, un pueblo casi siempre en movimiento, que corre de un lado para otro por motivos no siempre muy claros, le basta a Josefina generalmente echar la cabecita hacia atrás, entreabrir la boca, volver los ojos hacia lo alto, y adoptar en general la posición que anuncia su intención de cantar. Puede hacer esto donde se le ocurra, no hace falta que sea un lugar visible desde lejos, cualquier rincón escondido y escogido al azar según el capricho del instante, le sirve. La noticia de que va a cantar se difunde inmediatamente, y pronto acuden enteras procesiones. Claro que a veces surge inconvenientes, porque Josefina canta preferentemente en tiempos de agitación; múltiples preocupaciones y peligros nos obligan a seguir caminos divergentes, a pesar de la mejor voluntad no podemos reunirnos tan rápidamente como josefina desearía, y se ve obligada a esperar cierto tiempo suficiente; entonces se pone francamente furiosa, patalea, maldice de manera muy poco virginal; hasta llega a morder. Pero ni siquiera semejante conducta perjudica su reputación; en vez de contener sus exageradas pretensiones, todos se refuerzan por satisfacerlas; se envían mensajeros para convocar más público; se le oculta esta circunstancia; por todos los caminos de los alrededores se ven centinelas apostados, que hace señales a los concurrentes para que se apresure; esto continúa hasta reunir un auditorio tolerable.

¿Qué impulsa a la gente a molestarse tanto por Josefina? Problema tan difícil de resolver como el del canto de Josefina, y estrechamente relacionado con él. Se podría suprimirlo, e incluirlo totalmente en el segundo problema mencionado, si fuera posible asegurar que en consideración a su canto la gente es incondicionalmente adicta a Josefina. Pero no es éste el caso; nuestro pueblo desconoce casi la adhesión incondicional; nuestro pueblo, que ama sobre toda la astucia inocua, el susurro infantil y la charla inocente y superficial, ese pueblo no puede en ningún caso entregarse incondicionalmente, y Josefina lo sabe muy bien, y justamente contra eso combate con todo el vigor de su débil garganta.

Por supuesto, no debemos exagerar las consecuencias de estas consideraciones tan generales; el pueblo es adicto a Josefina, pero no lo es incondicionalmente. Por ejemplo, no sería capaces de reírse de ella. Llega a admitir que muchos aspectos de Josefina son risibles; y la risa es de por sí una de nuestras características constantes; a pesar de todas las miserias de nuestra existencia, la risa moderada es en cierto modo nuestra habitual compañera; pero de Josefina no nos reímos. A menudo tengo la impresión de que el pueblo concibe su relación con Josefina como si este ser frágil, indefenso, y en cierto modo notable ( según ella notable por su poder lírico), le estuviera confiado, y él debiera cuidar de ella; el motivo no es claro para nadie; pero el hecho parece indiscutible. Pero nadie se ríe de lo que le han confiado: reírse sería faltar al deber; la máxima malicia de que a veces son capaces los maliciosos al hablar de Josefina es ésta: «La risa no se acaba cuando vemos a Josefina ».

Así cuida el pueblo de Josefina, como el padre cuida a la criatura que le tiene su manecita, no se sabe bien si para pedir o para exigir. Podría creerse que nuestro pueblo no es capaz de desempeñar esas funciones paternales, pero en realidad, y por lo menos en este caso, las desempeña admirablemente; ningún individuo aislado podría hacer lo que hace en este sentido la totalidad del pueblo. Desde luego, la diferencia de fuerza entre el pueblo y el individuo es tan extraordinaria, que basta que atraiga al protegido al calor de su proximidad, para que éste esté suficientemente protegido. Pero nadie se atreve a hablar de estos temas con Josefina. «Me burlo de vuestra protección», dice en esos casos. Sí, í, búrlate, pensamos. Y en realidad, su rebelión y gratitud infantil, y el deber de un padre es pasarlas por alto.

Pero hay algo en las relaciones entre el pueblo y Josefina que es más difícil de explicar todavía. Y es esto. Josefina no sólo no cree que el pueblo la protege, cree que es ella quien protege al pueblo. Piensa que su canto nos salva en las crisis políticas o económicas, nada menos, y cuando no aleja la desgracia, por lo menos nos inspira fuerza para soportarla. Ella no lo dice, ni explícitamente ni implícitamente, porque en verdad que habla poco, se calla entre los charlatanes, pero lo dicen los destellos de sus ojos, y lo proclama su boca cerrada ( en nuestro pueblo, pocos pueden tener la boca cerrada; ella puede).

A cada mala noticia —y hay días en que las malas noticias abundan, incluyendo las falsas y semiverdaderas — ella se yergue, porque generalmente está tendida de abarcar con la mirada a su rebaño, como el pastor ante la tormenta. Se sabe que también los niños suelen aducir pretensiones análogas, en su irreprimible e impetuosa puerilidad, pero en Josefina no son tan infundadas como en ellos. Es verdad que no nos salva, ni nos infunde de ninguna fuerza especial; es fácil adoptar el papel de salvador de nuestro pueblo, habituado al sufrimiento, temerario, de rápidas decisiones, conocedor del rostro de la muerte, sólo aparentemente tímido en esa atmósfera de audacia que sin cesar lo rodea, y además tan fecundo como arriesgado; es fácil, digo, considerarse a posterori el salvador de este pueblo que siempre ha sabido de algún modo salvarse a sí mismo, aun a costa de sacrificios que estremecen de espanto al historiador (aunque en general descuidamos por completo el estudio de la historia). Y sin embargo también es verdad que en las situaciones angustiosas escuchamos mejor que en otras situaciones angustiosas escuchamos mejor que en otras ocasiones la voz de Josefina. Las amenazas suspendidas sobre nosotros nos vuelven más silenciosos, más humildes, más dóciles a la dominación de Josefina; con gusto nos reunimos, con gusto nos apiñamos, especialmente porque la ocasión tiene tan poco que ver con nuestra torturante preocupación; es como si bebiéramos apresuradamente —sí, hay que darse prisa, demasiado a menudo Josefina se olvida de esta circunstancia— una copa común de paz antes de batalla. Es menos un concierto de canto que una asamblea popular, y en verdad, una asamblea donde exceptuando el débil chillido de Josefina impera un absoluto silencio; la hora es demasiado seria para desperdiciar en charlas.

Una relación de este tipo, naturalmente, no satisface a Josefina. A pesar de su inquietud y su nerviosidad, consecuencias de lo indefinido de su posición, hay muchas cosas que no ve, cegada por sus engreimientos, y sin mayor esfuerzo puede conseguirse que pase por alto muchas otras; un enjambre de aduladores se ocupa constantemente de esto, rindiendo un verdadero servicio público; pero cantar en un rincón de una asamblea popular, inadvertida, secundaria, aunque en sí sería deshonroso, ella no lo consentiría jamás, y preferiría negarnos el don de su canto.

Pero esto no es necesario, porque su arte no pasa inadvertido. Aunque en el fondo estamos preocupados por cosas muy diferentes, y el silencio reina no sólo porque ella canta, y muchos ni siquiera miran, y prefieren hundir el rostro en la piel del vecino, y Josefina parece por lo tanto esforzarse inútilmente en su escenario, hay algo sin embargo en su canto —y esto no puede negarse— que nos conmueve. Esos chillidos que lanza mientras todos están entregados al silencio, nos llegan como un mensaje del pueblo entre a cada uno de nosotros; el tenue chillido de Josefina en medio de esos momentos de graves decisiones es casi como la miserable existencia de nuestro pueblo en medio del tumulto del mundo hostil. Josefina es impone, con su nada de voz, con su nada de técnica se impone y nos llega al alma; nos hace bien pensar en eso. En esos momentos, no soportaríamos a una verdadera artista del canto, suponiendo que hubiera alguna entre nosotros, y unánimemente nos alejaríamos de la insensatez de semejante concierto. Que Josefina no descubra jamás que la escuchamos justamente porque no es un gran cantante. Algún presentimiento de esto ha de tener, porque si no ¿con qué motivo negaría tan apasionadamente que la escuchamos?; pero igual sigue cantando, tratando de alejar a chillidos ese presentimiento.

Pero hay otras cosas que podrían consolarla; a pesar de todo, es probable que la escuchemos del mismo modo que se escucha a una artista del canto; provocada emociones que una artista famosa trataría en vano de provocar entre nosotros, y que sólo son posibles justamente por la pobreza de sus medios. Esto se relaciona sobre todo con nuestro modo de vivir.

Nuestro pueblo desconoce la juventud, apenas conoce una mínima infancia. Es cierto que regularmente aparecen proyectos en los que se otorga a los niños una libertad especia, una protección especial; en los que su derecho a cierta negligencia, a cierto espíritu inconsciente de travesura, a un poco de diversión, es reconocido, y se fomenta su ejercicio; en cuanto se presentan esos proyectos, todos los aprueban, nada aprobarían con más agrado, pero tampoco hay nada que la realidad de nuestra vida permita menos cumplir; se aprueban los proyectos, se intenta su aplicación, pero pronto todo vuelve a ser lo que era antes. Nuestra vida es tal, que un niño apenas puede correr un poco y distinguir otro tanto del mundo que le rodea, ya debe ganarse la vida como un adulto; las zonas en que por razones económicas debemos vivir dispersos son demasiados extensas, nuestros enemigos son demasiados, los peligros que nos acechan por todos lados, incalculables; no podemos aleja a los niños de la lucha por la existencia, hacerlo significaría para ellos una muerte prematura. A estas melancólicas consideraciones se agrega otra que no es nada melancólica: la fecundidad de nuestra raza. Una generación —y cada una es más numerosa aún que la anterior— es inmediatamente desplazada por la siguiente; los niños no tiene tiempo de ser niños. Otros pueblos pueden criar cuidadosamente a sus niños, pueden edificar escuelas para esos niños, y de esas escuelas surgen diariamente torrentes de niños, el futuro de la raza, pero durante mucho tiempo de niños, el futuro de la raza, pero durante mucho tiempo esos niños que día tras día salen de las escuelas son los mismos. Nosotros no tenemos escuelas, pero de nuestro pueblo surgen a brevísimos intervalos innumerables multitudes de niños, alegremente balbuceando o meando, porque todavía no saben chillar, rodando o gateando impulsados por el ímpetu general, porque todavía no saben correr, llevándose torpemente todo por delante, porque todavía no pueden ver, ¡nuestros niños! Y no como los niños, ya no es más niño, porque se apiñan detrás de él los nuevos rostros de niños, imposibles de diferenciar a causa de su cantidad y su premura, rosados de felicidad. Verdaderamente, por más hermosa que sea esa abundancia, y por más que nos la envidien los demás, con razón, no podemos de ningún modo proporcionar a nuestros niños una verdadera infancia. Y esto trae consecuencias. Una especie de inagotable e inarraigable infancia caracteriza a nuestro pueblo; en oposición directa con lo mejor que tenemos, nuestro infalible sentido común, nos conducimos muchas veces de la manera más insensata, y justamente con la misma insensatez de los niños, localmente, pródigamente, grandiosamente, frívolamente, y todo por el placer de alguna diversión trivial. Y aunque nuestra alegría naturalmente ya no puede alcanzar la intensidad de la alegría infantil, algo de ésta sin duda sobrevine. Y también Josefina ha sabido aprovechar desde el primer momento esta puerilidad de nuestro pueblo.

Pero nuestro pueblo no sólo es pueril, en cierto sentido también es prematuramente senil, la niñez y la vejez no son en nosotros como en los demás. No tenemos juventud, somos inmediatamente adultos, y luego somos adultos demasiado tiempo, y cierto cansancio y cierta desesperanza originados por esa circunstancia nos marca con señales visibles, a pesar de la resistencia y la capacidad de esperanza que nos caracterizan. Esto también se relaciona seguramente con nuestra amusicalidad, somos demasiado viejos para la música, sus emociones, sus éxtasis no concuerdan con nuestra pesadez; cansados, la desdeñamos; nos conformamos con nuestro chillido; un chillido de vez en cuando nos basta. Quien sabe si no habrá carácter de nuestras gentes los anularía antes de que comenzaran a desarrollarse. En cambio, Josefina puede llamarlo, no nos molesta, nos cae bien, podemos soportarlo perfectamente; si alguna traza de música hay en su canto, está reducida a su mínima expresión; así conservamos cierta tradición musical, sin molestarnos en lo más mínimo.

Pero Josefina representa algo más para este pueblo tan definido. En sus conciertos, sobre todo durante las épocas difíciles, sólo los que son muy jóvenes se interesan por la cantante como tal, sólo ellos la miran con asombro, miran cómo echa hacia afuera los labios, cómo expele el aire entre sus bonitos dientes delanteros, y cómo desfallece de pura admiración ante los sonidos que ella misma emite, y aprovecha esos desfallecimientos para elevarse hacia nuevas y cada vez más increíbles perfecciones; pero la verdadera masa del pueblo —es fácil advertirlo— se recoge en los propios pensamientos. Aquí, en los breves intervalos entre las luchas, el pueblo sueña; como si los miembros de cada individuo se distendieran, como si por una vez el sufriente pudiera tenderse y reposar en el vasto y cálido lecho del pueblo. Y en medio de esos sueños resuena intermitente el chillido de Josefina; ella lo llama canto perlado, nosotros tartamudeo; pero de todos modos, éste es su lugar apropiado, más que en cualquier otra parte; casi nunca encontrará la música momento más adecuado. Algo hay allí de nuestra pobre y breve infancia, algo de una dicha perdida que no puede volver a encontrarse, pero también algo de nuestra vida activa cotidiana, de sus pequeñas alegrías, incomprensibles y sin embargo incontenibles e imposibles de obliterar. Y todo esto expresado no mediante sonidos rotundos, sino suaves, murmurantes, confidenciales, a veces un poco roncos. Naturalmente, son chillidos ¿Por qué no? El chillido es el habla de nuestro pueblo, sólo que muchos chillan toda la vida y no lo saben, pero aquí el chillido se libera de los grilletes de la vida cotidiana y al mismo tiempo nos libera a nosotros, durante un breve instante. Juro que no quisiéramos faltar a estos conciertos.

Pero de aquí a la pretensión de Josefina, que de ese modo nos infunde nuevas fuerzas y etcétera y etcétera, hay un buen trecho. Por lo menos para las personas normales, no para sus aduladores.

—¿Cómo podría ser de otro modo?—dicen con la más descarada arrogancia—, ¿cómo se podría explicar si no esas enormes concurrencias, especialmente en momentos de peligro directo e inminente, que muchas veces hasta han llegado a entorpecer las medidas requeridas para alejar a tiempo dicho peligro?

Ahora bien, esto último es lamentablemente cierto, pero no debería contarse como uno de los títulos de honor de Josefina, especialmente si se considera que cuando el enemigo sorprendía y diseminaba dichas asambleas, y muchos de los nuestros perdían la vida, Josefina, la culpable de todo, sí, que tal vez había atraído al enemigo con sus chillidos, siempre aparecía escondida en el rincón más seguro, y era siempre la primera en escapar silenciosa y velozmente, protegida por su escolta. Sin embargo, en el fondo, todos lo saben, y no obstante acuden apresuradamente dónde y cuándo se le ocurre a Josefina volver a cantar. De aquí se podría deducir que Josefina está prácticamente más allá de la ley, que puede hacer todo lo que se le ocurre, aun cuando entrañe un peligro para la comunidad, y que todo se le perdona. Si así fuera, las pretensiones de Josefina serían entonces perfectamente comprensibles, si, en esa libertad que el pueblo le permite, en esa exención que a nadie más se concede y que va esencialmente contra la ley, uno podría ver un reconocimiento de la incomprensión que Josefina aduce, como si la gente se maravillara impotente ante su arte, no se sintiera digna de él, y tratara de compensar la tristeza que dicha incomprensión provoca en Josefina mediante un sacrificio verdaderamente desesperado , y decidiera que así como el arte de ella está más allá de su entendimiento, así también su persona y sus deseos están más allá de su jurisdicción. Ahora bien, esto es absolutamente falso; tal vez el pueblo, individualmente, se rinde demasiado pronto ante Josefina, pero en conjunto, así como no se rinde incondicionalmente ante nadie, tampoco se rinde ante Josefina.

Desde hace mucho tiempo, tal vez desde el comienzo de su carrera artística, Josefina lucha por obtener la exención de todo trabajo, en consideración a su canto; se le evitarían así las preocupaciones relativas al pan cotidiano, y todo lo que nuestra lucha por la existencia implica, para transferirlo —aparentemente— a la comunidad. Un fácil entusiasta —y alguno hubo entre nosotros— podría meramente deducir de lo insólito de esta petición, y de la actitud espiritual que semejante petición implica, la íntima justicia de la misma. Pero nuestro pueblo deduce otras conclusiones, y declina tranquilamente la exigencia. Ni tampoco se preocupa demasiado por refutar sus implicaciones básicas. Josefina aduce, por ejemplo, que el esfuerzo del trabajo daña su voz, que en realidad el esfuerzo del trabajo no es nada al lado del esfuerzo de cantar, pero que le impide descansar suficientemente después del canto y recuperar fuerzas para nuevas canciones, y por lo tanto se ve obligada a agotarse completamente, y en esas condiciones no puede alcanzar nunca la cima de sus posibilidades. La gente la escucha y no le hace caso. Esta gente, tan fácil de conmover a veces, otras veces no se deja conmover por nada. La negativa es en ciertas ocasiones tan neta, que hasta Josefina se amilana, parece someterse, trabaja como es debido, canta lo mejor que puede, pero sólo durante un tiempo, y luego reanuda el ataque con nuevas fuerzas (porque en este sentido sus fuerzas son inagotables).

Ahora bien, es evidente que Josefina no pretende en realidad lo que dice pretender. Es razonable, no elude el trabajo; de todos modos entre nosotros la holgazanería es desconocida, y además si le concedieran lo que pide seguramente seguiría viviendo como antes, el trabajo no sería un obstáculo para el canto, y después de todo, su canto no mejoraría gran cosa; en realidad lo que ella pretende es simplemente un reconocimiento público, franco, permanente y superior a todo lo conocido hasta ahora, de su arte. Pero aunque casi todo lo demás parece a su alcance, este reconocimiento la elude persistentemente. Quizá debió dirigir su ataque desde el primer momento en otra dirección, quizás ella misma se de cuenta ahora de su error, pero ya no puede echarse atrás, porque echarse atrás significaría traicionarse a sí misma; ahora tiene que resignarse a vencer o morir.

Si realmente tuviera enemigos, como dice, podría divertirse mucho con el simple espectáculo de esta lucha, sin mover un dedo. Pero no tiene ningún enemigo, y aunque aquí y allá no haya faltado nunca quien la criticara, esta lucha no divierte a nadie. Justamente porque en este caso nuestro pueblo adopta una actitud fría y aunque aquí y allá no haya faltado nunca quien la criticara, esta lucha no divierte a nadie. Justamente porque en este caso nuestro pueblo adopta una actitud fría y judicial, lo que muy raramente ocurre entre nosotros; y aunque uno apruebe dicha actitud, la simple idea de que alguna vez el pueblo pueda adoptarla con nosotros, destruye toda alegría. Lo importante, ya en el rechazo como en la petición, no es la cuestión en sí, sino el hecho de que el pueblo sea capaz de oponerse tan implacablemente a un camarada, y tanto más implacablemente cuanto más paternalmente lo protege en otros sentidos; y aun más que paternalmente: servilmente.

Supongamos que en vez del pueblo se tratara de un individuo; se podría creer que este individuo fue cediendo ante la voluntad de Josefina, sin cesar de alimentar un ardiente deseo de poner fin algún día a su sumisión; que se sacrificó sobrehumanamente porque creyó que a pesar de todo habría un límite para su capacidad de sacrificio: sí, se sacrificó más de lo necesario, sólo para acelerar el proceso, sólo para ser más que Josefina e incitarla a deseos siempre renovados, hasta obligarla a sobrepasar todo límite con esa última exigencia; y oponer finalmente su negativa, lacónica, porque hacía mucho que estaba preparada. Ahora bien, la situación no es ésta en absoluto, el pueblo no necesita de esas astucias, además su respeto hacia Josefina es genuino y comprobado, y la exigencia de Josefina es de todos modos tan exagerada que una simple criatura le hubiera predicho el resultado; sin embargo, dada la idea que Josefina se ha formado del asunto, podía ocurrir que también interviniera estas consideraciones, para agregar una amargura más al dolor de la negativa. Pero sean cuales fueren sus consideraciones, no le impiden proseguir la lucha. Esta lucha ha llegado a intensificarse en los últimos tiempos; hasta ahora ha sido sólo verbal, pero ya empieza a emplear otros medios, para ella más eficaces, pero en nuestra opinión, más peligrosos.

Muchos creen que Josefina apremia su insistencia porque se siente envejecer, porque su voz se debilita, y por lo tanto le parece que llegó el momento de librar la última batalla y lograr el reconocimiento. Yo no lo creo. Josefina no sería Josefina, si esto fuera cierto. Para ella no existe ni vejez ni debilitamiento de la voz. Si algo exige, no lo exige impelida por circunstancias exteriores, sino obligada por una lógica interna. Aspira a la más alta corona, no porque momentáneamente parezca menos accesible, sino porque es la más alta; si dependiera de ella, querría una más alta todavía.

Este desdén hacia las dificultades eternas no le impide de todos modos utilizar los métodos más ruines. Para ella, su derecho es inapelable; entonces, ¿Qué importa cómo lo impone? Sobre todo porque en este mundo, tal como ella lo ve, los métodos lícitos están destinados al fracaso. Quizá por eso ha trasladado la lucha por sus derechos del campo de la música a otro campo que no la interesa tanto. Sus partidarios han hecho saber de su parte que ella se considera absolutamente capaz de cantar de tal modo que importe un verdadero placer a todo el mundo, cualquiera que sea su nivel social, hasta la más remota oposición; un verdadero placer no en el sentido de la gente, que declara haber experimentado siempre placer ante el canto de Josefina, sino un placer en el sentido que Josefina desea. No obstante, agrega ella, como no pueda falsificar lo elevado ni halagar lo vulgar, se de obligada a seguir siendo tal como es. Pero en lo que se refiere a su campaña de liberación del trabajo, el asunto cambia; claro que es una campaña de liberación del trabajo, en asunto cambia; claro que es una campaña a favor de la música, precosa de su voz, cualquier medio es por lo tanto válido. Así se ha difundido por ejemplo el rumor de que si no aceptan su exigencia, Josefina está decidida a abreviar las partes de coloratura. Yo no sé nada de coloraturas, y no he advertido la menor coloratura de su cantos. No obstante, Josefina amenaza con abreviar las coloraturas, no suprimirlas por ahora, sino simplemente abreviarlas. Es posible que haya cumplido su amenaza, pero por lo menos para mí no se advierte la menor diferencia en su canto. El pueblo en su totalidad la ha escuchado como de costumbre, sin hacer ninguna referencia a las coloraturas, y tampoco ha cambiado su actitud ante la exigencia de Josefina. Sin embargo, es indudable que la mentalidad de Josefina, como su figura, es a menudo de una gracia exquisita. Es así por ejemplo que después de aquel concierto, como si su decisión sobre la coloraturas hubiera sido demasiado severa o demasiado apresurada para el pueblo, anunció que en el concierto siguiente volvería a cantar completas todas las partes de coloratura. Pero después del concierto siguiente volvió a cambiar de idea, suprimiría definitivamente las grandes arias de coloratura, y hasta que no se decidiera favorablemente su pleito, no volvería a cantarlas. Ahora bien, la gente oyó todos esos anuncios, decisiones y contradecisiones sin darle la menor importancia, como un adulto meditabundo que cierra sus oídos ante la cháchara de una criatura, fundamentalmente bien intencionado, pero inaccesible.

De todos modos, Josefina no se amilana. Es así que hace poco pretendió haberse lastimado un pie mientras trabajaba, lo que le imposibilitaba cantar de pie; como no podía cantar sino de pie, se vería obligada a abreviar sus canciones. Aunque renquea y necesita el apoyo de sus partidarios, nadie cree que se haya lastimado realmente. Aun admitiendo la extraordinaria delicadeza de su cuerpecito, no dejamos de ser un pueblo de obreros, y Josefina pertenece a ese pueblo; si cada vez que nos hiciéramos un rasguño renqueáramos, el pueblo entero renquearía incesantemente. Pero aunque se hace transportar como una inválida, aunque se muestra en público en este patético estado más de lo habitual, la gente escucha sus conciertos tan agradecida y tan encantada como antes, pero no se preocupa mucho porque hay abreviado las canciones.

Como no puede seguir renqueando eternamente, imagina otra cosa, alega cansancio, mal humor, debilidad. Al concierto se agrega ahora el teatro. Vemos a los partidarios de Josefina, que la siguen y le suplican y le imploran que cante. Ella quisiera complacerles, pero no puede. La consuelan, la adulan, casi la llevan en andas hasta el lugar previamente elegido donde se supone que ha de cantar. no puede. La consuelan, la adulan, casi la llevan en andas hasta el lugar previamente elegido d Finalmente, prorrumpiendo en lágrimas inexplicables, ella cede, pero cuando evidentemente exhausta se dispone a cantar, fatigada, con los brazos no ya extendidos como antaño, sino fláccidos y caídos junto al cuerpo, lo que produce la impresión de que quizá sean un poco cortos; justo cuando va a empezar, no, es realmente imposible, un movimiento desganado de la cabeza nos lo anuncia, y se desmaya ante nuestros ojos. Después, a pesar de todo, se repone y canta, a mi entender más o menos como de costumbre; quizá, si uno tiene oído para los más finos matices de la expresión, descubre un poco más de sentimiento que de costumbre, lo que es de agradecer. Y al terminar está menos cansada que antes, y con firme andar, si uno se atreve a designar así sus pasitos, se aleja rechazando la ayuda de sus admiradores, y contemplando como helados ojos a la multitud que le abre paso respetuosamente.

Así ocurría hace unos días; pero la última novedad es otra; en el momento en que debía iniciar un concierto, desapareció. No sólo la buscan sus partidarios, muchos otros comparten la búsqueda, pero es inútil; Josefina ha desaparecido, no cantará, ni siquiera habrá que adularla para que cante, esta vez nos ha abandonado completamente.

Es extraño lo mal que calcula esa astuta, tan mal que uno pensaría que no calcula nada, y que sólo se deja llevar por su destino, Ella misma abandona el canto, ella misma hace trizas el poder que ha llegado a tener sobre todos los corazones ¿Cómo pudo obtener ese poder, si tan mal conoce esos corazones? Se oculta y no canta, pero el pueblo, tranquilo, sin decepción visible, señoril, una masa en perfecto equilibrio, constituida de tal modo que, aunque las apariencias lo nieguen, sólo puede dar y nunca recibir, ni siquiera de Josefina, ese pueblo sigue su camino.

Pero el camino de Josefina declina. Pronto llegará el momento en que su último chillido suene y se apague para siempre. Ella es apenas un pequeño episodio en la eterna historia de nuestro pueblo, y este pueblo superará su pérdida. Para nosotros no será fácil; ¿cómo haremos para reunirnos en completo silencio? En la realidad, ¿no era nuestras reuniones también silenciosas cuando estaba Josefina? ¿Era, después de todo, su chillido notoriamente más fuerte y más vivo que lo que será en el recuerdo? ¿Era acaso en vida de Josefina algo más que un mero recuerdo? ¿No habrá sido quizá porque en algún sentido era inmortal, que la sabiduría del pueblo apreció tanto el canto de Josefina?

Quizá nosotros no perdamos demasiado, después de todo; mientras tanto, Josefina, libre ya de los afanes terrenos, que según ella están sin embargo destinados a los elegidos, se aleja jubilosamente en medio de la multitud innumerable de los héroes de nuestro pueblo, para entrar muy pronto como todo sus hermanos, ya que desdeñamos la historia, en la exaltada redención del olvido.

lunes, 2 de junio de 2008

Discurso de la Universidad Trashumante sobre la situación Argentina














Abril de 2008
La coyuntura en la estructura de la Argentina de nuestros días.

Resulta difícil escribir un tiempo después, cuando muchos ya lo han hecho y lo que ayer pasaba bajo el puente parece ya no pasar. No creemos que ninguna lucha, de antes o de ahora, esté resuelta mientras haya capitalismo. Y si bien pareciera que llegamos tarde, creemos que siempre es temprano si la batalla es a lo profundo del sistema, aunque entremos por cualquiera de sus puertas coyunturales.

En verdad, escribir hoy sobre la coyuntura que está viviendo nuestro país es una tarea bien compleja. Muchos de los análisis han sido de tipo económico y en un lenguaje totalmente alejado de la comprensión de las grandes mayorías. Otros, con la carga crítica puesta sobre los productores agropecuarios, y algunos menos sobre el gobierno K, sumando así puntos a la ilusoria dicotomía creada a los fines de falsear la discusión.

En términos generales, se podría haber profundizado mucho más la mirada estructural, siendo que la misma Cristina Kirchner habló de "Sistema Capitalista". Pareciera entonces que lo que quedó oculto fue la naturaleza política del conflicto. Y sirvió, si se quiere, para fragmentar mucho más el ya debilitado tejido social de los argentinos.

Casi no se está discutiendo el proyecto de país, la forma de producción de la tierra, las relaciones sociales que lo sustentan, la distribución de las riquezas y de los bienes, la propiedad y el uso de los recursos naturales. Y la mayoría habla del "campo" como si fuese un sector homogéneo, como si el "campo" fuera todo lo mismo.

El gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) inauguró un período de recomposición de las fuerzas sociales y políticas en busca de estabilizar el orden social luego del colapso generalizado del modelo político, económico y cultural impuesto durante los '90, que decantó en el estallido social de 2001.
Las claves de la estrategia del gobierno de Kirchner se basaron en la implementación de un conjunto de políticas que sostuvieron y sellaron la continuidad de los procesos de concentración económica, desplazamiento social y subordinación política internacional, pero encubiertos ideológicamente con una retórica 'progresista' o 'de izquierda'.

Entre uno de los pilares sobre los que se apoyó y apoya la política K, encarnada hoy en Cristina Kirchner, su esposa y actual presidenta, se destacan las reivindicaciones en torno a los Derechos Humanos violados durante la última dictadura militar. Esta postura ha acercado a numerosos grupos, otrora referentes de estas luchas, al seno del gobierno, con lo cual se han acrecentado las divisiones y cooptaciones de organizaciones sociales.

Pero el origen de los Kirchner en la política proviene del mismo modelo que se generalizó en la Argentina : los Rodríguez Saá en San Luis, los Romero en Salta, los Saadi en Catamarca, los Juárez en Santiago del Estero, los Romero Feris en Corrientes, los Sapag y Sobisch en Neuquén, y muchos que están más ocultos.
El esquema fue el mismo: alto enriquecimiento ilícito, relación con el tráfico y comercialización de drogas, corrupción generalizada, dominio y control de los tres poderes del Estado, persecución y aniquilación de los opositores, control y dominio de los medios de comunicación social, reelecciones indefinidas, uso de los planes sociales como forma de evitar los conflictos sociales y llegado el caso, para formación de una "tropa propia" de defensa contra cualquier "agresión externa". Y todos ellos gozando hoy de una impunidad absoluta.

El problema estructural sigue siendo el capitalismo y las diferentes estrategias de dominación que dicho sistema conlleva para los distintos países de América Latina. En nuestro país, la pelea entre el Gobierno de los Kirchner y los representantes del campo, sobre todo los de la Sociedad Rural , es una discusión interna dentro del seno mismo del capitalismo hoy. La pelea es entre los poderosos. Son tan enemigos de la esperanza de hacer un país para todos y todas, un país de mayorías, uno como otros.

El problema del "campo" necesita una solución integral, tanto como lo necesita el de la educación, el de la salud, el de la seguridad, el de la ocupación, el de vivir y no sobrevivir, como estamos haciendo, y también el de los derechos humanos.

Nos indigna que se recurra al miedo, bajo la amenaza del regreso de los fantasmas de otras épocas, para combatir la crítica y la disidencia. Convocan al pueblo a la plaza diciendo que luchan contra el imperialismo, diciendo que es esto o una dictadura. Cuando en realidad lo que hacen es tirarnos una cortina de humo que nos impide ver lo que realmente está pasando. Perdemos el tiempo y las energías en falsas dicotomías, cuando en realidad podríamos estar viendo aun más de cerca por donde vamos con la Reforma Agraria , la Soberanía Alimentaria , la Educación Popular y todos y cada uno de nuestros proyectos históricos.

La Sociedad Rural siempre fue enemiga del pueblo, pero fue y seguirá siendo amiga de este Gobierno. Los pequeños y medianos productores se cuelgan de los grandes esperando más migajas, mientras sueñan ser como ellos, trabajando desde el mismo modelo que ha impuesto la sojización y sin poder salir de la trampa que hace que mientras más quieran hacer crecer sus bolsillos, más promoverán la desaparición de los más débiles de su especie. Prueba de esto es la Federación Agraria que, mientras recupera protagonismo y dice en sus discursos "los campesinos", es absorbida por el mismo canto de sirenas del Estado neoliberal. Nos mienten cuando hacen paro y lock out en nombre de intereses de progreso, mientras tanto acortan la vida sustentable de nuestros suelos, bosques, hábitat.

En cuanto al campo popular, nuestra impresión, aunque la sabemos dura, es la siguiente: los que se han acercado a este Gobierno, salvo honrosas excepciones, no ha sido por ideales. La mayoría ha conseguido cargos políticos y dinero. Mucho dinero. Casi todos los que aplauden las medidas del Gobierno, en general han conseguido un "conchavo" o quieren conseguirlo. O han logrado dinero importante para sus organizaciones. Y si lo han hecho por ideales, estas mismas personas deberían saber, por experiencias reiteradas, que no es compatible construir poder popular subidos al mismo carro de los corruptos por más lindos discursos que promulguen. Las peleas dentro del Estado a la corta o a la larga tienen un ganador y un perdedor. Sea con discursos progresistas o fascistas, el ganador queda siempre dentro del ring del Estado y es la popular la que desconoce o no quiere ver los arreglos del poder, la que siempre paga la entrada y pierde. Y así está y se juega esta forma de hacer política.

En definitiva, nos mienten los políticos cuando dicen que esto es democracia. Esto no es una democracia. Nos mienten cuando hablan de lucha, solidaridad y justicia y jamás apoyaron las luchas de quienes son los sujetos de la verdadera redistribución de las riquezas: las fábricas recuperadas, movimientos de desocupados, movimientos sociales y culturales en general, movimientos campesinos e indígenas, etc.
Y nosotros, los luchadores del campo popular, nos quedamos muchas veces en la palabra, en el discurso y no vamos al gesto, a la acción. Nos pasa cuando decimos que hay que reflexionar y luchar, trabajar con esperanza y humildad, sin vanguardias ni nostalgias, con el pueblo y con la gente y no podemos juntarnos ni organizarnos seriamente, mirando el largo plazo, promoviendo la unidad del campo popular, mirando más allá de estas mezquinas invitaciones K a la mediocridad sistémica.

Los campesinos y los pueblos originarios que continúan siendo sistemáticamente destruidos por los gobiernos desde hace años, los pequeños productores de alimentos para el consumo interno, son los protagonistas de una lucha que generalmente no está ni en las calles, ni en las rutas, ni en el cotidiano de la mayoría de la gente.
En los pueblos y ciudades de todo el país existen grupos y organizaciones sociales, grandes y pequeñas, que apuestan su vida en la búsqueda de una transformación social y si bien aun predomina cierto aislamiento, también son muchos los esfuerzos por juntarse y construir un proyecto común. El Movimiento Nacional Campesino Indígena, la Unión de Asambleas Ciudadanas y los múltiples encuentros de todo tipo, desde médicos generalistas hasta artistas y artesanos en lucha, son una clara muestra de esta intención.
Como Trashumantes nos interpela nuestro querer estar siendo educadores populares, y pensamos que hay algunas preguntas que podemos aportar desde nuestra mirada:

¿Cuáles son las nuevas apariencias discursivas y metodólogas que el estado capitalista nos presenta en la versión k de esta coyuntura?
¿Qué rol estratégico juega el llamado "campo" en los nuevos escenarios del sistema mundial y el interno?
¿Cuál es el modelo de extracción y producción que sostienen?
¿Cuál es su próximo avance?
¿Sobre qué, sobre quiénes?
¿Existe una verdadera redistribución de la riqueza?
¿La discusión pasa por la distribución de la riqueza, o nos animamos a hablar ya de una producción con equidad en un país que contenga los sueños y necesidades de todos y todas?
¿Dónde están, de qué hablan, qué piensan, cómo están las mayorías anónimas en esta coyuntura?
¿Cómo dialogamos con ellas?
¿Cómo las escuchamos?
¿Cómo hacemos para inventarnos un nosotros que detenga su fragmentación intestina, que avance en las articulaciones posibles y se construya con los otros y otras en una mayoría que devenga sujeto histórico con voz propia, proyecto y acción verdaderamente transformadora de la realidad?

Es necesario recomponer la pasión en esta lucha social y política que no tiene atrás otro interés que el de luchar por una sociedad diferente, justa, que venga mañana porque se construye hoy, pero que no sea hoy si entrega el porvenir. Que se anime a construir otro país en serio, con otra lógica, con otra ética y que luche, siga luchando porque ahí está la esperanza de cambiar el mundo.


Universidad Trashumante
Abril de 2008

domingo, 1 de junio de 2008

Poesía de Neruda y Vallejo junto a un comentario de Benedetti.














El Pan Nuestro

Se bebe el desayuno...

Húmeda tierra de cementerio huele a sangre amada.
Ciudad de invierno...
La mordaz cruzada de una carreta
que arrastrar parece una emoción de ayuno encadenada.

Si quisiera tocar todas las puertas y preguntar por no sé quien;
y luego ver a los pobres, y, llorando quedos,
dar pedacitos de pan fresco a todos.

Y saquear a los ricos sus viñedos
con las dos manos santas
que a un golpe de luz volaron desclavadas de la Cruz.

Pestaña matinal, ¡no os levantéis!
!El pan nuestro de cada día dánoslo, Señor...!

Todos mis huesos son ajenos;
yo tal vez los robé.

Yo vine a darme lo que acaso estuvo asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
¡otro pobre tomara este café!

Yo soy un mal ladrón... ¡A dónde iré!

Y en esta hora fría,
en que la tierra trasciende a polvo humano
y es tan triste, quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco aquí,
¡en el horno de mi corazón...!

Muere lentamente

Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye música quien no encuentra gracia en sí mismoMuere lentamente quien destruye su amor propio, quien no se deja ayudar.Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no cambia de marca, no se atreve a cambiar el color de su vestimenta o bien no conversa con quien no conoce.Muere lentamente quien evita una pasión y su remolino de emociones, justamente éstas que regresanel brillo a los ojos y restauran los corazones destrozados.Muere lentamente quien no gira el volante cuando está infeliz con su trabajo, o su amor, quien no arriesga lo cierto ni lo incierto para ir atrás de un sueño quien no se permite, ni siquiera una vez en su vida, huir de los consejos sensatos......¡ Vive hoy !¡ Arriesga hoy !¡Hazlo hoy !¡ No te dejes morir lentamente !¡ No te impidas ser feliz !

Pablo Neruda. Escritor chileno (1904-1973) Premio Nobel de Literatura (1971)

César Vallejo
(Perú, 1892-Paris, 1938)

Vallejo y Neruda: Dos modos de influir
Mario Benedetti
(Letras del continente mestizo, Montevideo: Arca, 1972, pp. 35-39)


Hoy en día parece bastante claro que, en la actual poesía hispanoamericana, las dos presencias tutelares se llaman Palo Neruda y César Vallejo. No pienso me­terme aquí en el atolladero de decidir qué vale más: si el caudal incesante, avasallador, abundante en plenitudes, del chileno, o el lenguaje seco a veces, irre­gular, entrañable y estallante, vital hasta el sufrimiento, del peruano. Más allá de discutibles o gratuitos cotejos, creo sin embargo que es posible relevar una esencial diferencia en cuanto tiene relación con las influencias que uno y otro ejercieron y ejercen en las generaciones posteriores, que inevitablemente reconocen su magis­terio.
En tanto que Neruda ha sido una influencia más bien paralizante, casi diría frustránea, como si la ri­queza de su torrente verbal sólo permitiera una imitación sin escapatoria, Vallejo, en cambio, se ha cons­tituido en motor y estímulo de los nombres más au­ténticamente creadores de la actual poesía hispanoame­ricana. No en balde la obra de Nicanor Parra, Sebas­tián Salazar Bondy, Gonzalo Rojas, Ernesto Cardenal, Roberto Fernández Retamar y Juan Gelman, revelan, ya sea por vía directa, ya por influencia interpósita, la marca vallejiana; no en balde, cada uno de ellos tiene, pese a ese entronque común, una voz propia e inconfundible. (A esa nómina habría que agregar otros nombres como Idea Vilariño, Pablo Armando Fernández, Enrique Lihn, Claribel Alegría, Humberto Megget o Joaquín Pasos, que, aunque situados a mayor distancia de Vallejo que los antes mencionados, de todos modos están en sus respectivas actitudes frente al hecho poé­tico más cerca del autor de Poemas humanos que del de Residencia en la tierra).
Es bastante difícil hallar una explicación verosímil a ese hecho que me parece innegable. Sin perjuicio de reconocer que, en poesía, las afinidades eligen por sí mismas las vías más imprevisibles o los nexos más eso­téricos, y unas y otros suelen tener poco que ver co lo verosímil, quiero arriesgar sobre el mencionado fenó­meno una interpretación personal.
La poesía de Neruda es, antes que nada, palabra. Pocas obras se han escrito, o se escribirán, en nuestra lengua, con un lujo verbal tan asombroso como las primeras Residencias o como algunos pasajes del Canto general. Nadie como Neruda para lograr un insólito centelleo poético mediante el simple acoplamiento de un sustantivo y un adjetivo que antes jamás habían sido aproximados. Claro que en la obra de Neruda hay tam­bién sensibilidad, actitudes, compromiso, emoción, pero (aun cuando el poeta no siempre lo quiera así) todo parece estar al noble servicio de su verbo. La sensibidad humana, por amplia que sea, pasa en su poesía casi inadvertida ante la más angosta sensibilidad del lenguaje; las actitudes y compromisos políticos, por de­tonantes que parezcan, ceden en importancia frente a la actitud y el compromiso artísticos que el poeta asume frente a cada palabra, frente a cada uno de sus en­cuentros y desencuentros. Y así con la emoción y con el resto. A esta altura, yo no sé qué es más creador en los divulgadísimos Veinte poemas: si las distintas estancias de amor que que le sirven de contexto o la formidable capacidad para hallar un original lenguaje destinado a cantar ese amor. Semejante poder verbal puede llegar a ser tan hipnotizante para cualquier poeta, lector de Neruda, que si bien, como todo paradigma, lo em­puja a la imitación, por otra parte, dado el carácter del deslumbramiento, lo constriñe a una zona tan espe­cífica que hace casi imposible el renacimiento de la originalidad. El modo metaforizador de Neruda tiene tanto poder, que a través de incontables acólitos o se­guidores ó epígonos, reaparece como un gen imborra­ble, inextinguible.
El legado de Vallejo, en cambió, llega a sus des­tinatarios por otras vías y moviendo quizás otros re­sortes. Nunca, si siquiera en sus mejores momentos, la poesía del peruano da la impresión de una espontaneidad torrencial. Es evidente que Valle (como Unamu­no) lucha denodadamente con el lenguaje, y muchas veces, cuando consigue al fin someter la indómita palabra, no puede evitar que aparezcan en ésta las cica­trices del combate. Si Neruda posee morosamente a la palabra, con pleno consentimiento de ésta, Vallejo en cambio la posee violentándola, haciéndole decir y aceptar por la fuerza un nuevo y desacostumbrado sentido. Neruda rodea a la palabra de vecindades insólitas, pero no violenta su significado esencial; Vallejo, en cambio, obliga a la palabra a ser y decir algo que nó figuraba en su sentido estricto. Neruda se evade pocas veces del diccionario; Vallejo, en cambió, lo contradice de con­tinuo.
El combate que Vallejo libra con la palabra, tiene la extraña armonía de su temperamento anárquico, di­sentidor, pero no posee obligatoriamente una armonía literaria, dicho sea esto en el más ortodoxo de sus sen­tidos. Es como espectáculo humano (y no sólo como ejercicio puramente artístico) que la poesía de Vallejo fascina a su lector, pero una vez que tiene lugar ese primer asombro, todo el resto pasa a ser algo subsi­diario, por valioso e ineludible que ese restó resulte como intermediación.
Desde el momento que el lenguaje de Vallejo no es lujo sino disputada necesidad, el poeta-lector no se detiene allí, no es encandilado. Ya que cada poema es un campo de batalla, es preciso ir más allá, buscar el fondo humano, encontrar al hombre, y entonces sí, apo­yar su actitud, participar en su emoción, asistirlo en su compromiso, sufrir con su sufrimiento. Para sus res­pectivos poetas-lectores, vale decir para sus influidos, Neruda funciona sobre todo como un paradigma literario; Vallejo, en cambió, así sea a través de sus poe­mas, como un paradigma humano.
Es tal vez por eso que su influencia, cada día mayor, no crea sin embargo meros imitadores. En el caso de Neruda lo más importante es el poema en si; en el caso de Vallejo, lo más importante suele ser lo que está antes (o detrás) del poema. En Vallejo hay un fondo de honestidad, de inocencia, de tristeza, de rebelión, de desgarramiento, de algo que podríamos llamar soledad fraternal, y es en ese fondo donde hay que de hay buscar las hondas raíces, las no siempre claras motiva­ciones de su influencia.
A partir de un estilo poderosamente personal, pero de clara estirpe literaria, como cl de Neruda, cabe en­contrar seguidores sobre todo literarios que no consi­guen llegar a su propia originalidad, o que llegarán más tarde a ella por otros afluentes, por otros atajos. A partir de un estilo como el de Vallejo, construido poco menos que a contrapelo de lo literario, y que es siempre el resultado de una agitada combustión vital, cabe encontrar, ya no meros epígonos o imitadores, sino más bien auténticos discípulos, para quienes el magis­terio de Vallejo comienza antes de su aventura literaria, la atraviesa plenamente y se proyecta hasta la hora actual.
Se me ocurre que de todos los libros de Neruda, sólo hay uno, Plenos poderes, en que su vida personal liga entrañablemente a su expresión pética. (Curio­samente, es quizá el título menos apreciado por la crí­tica, habituada a celebrar otros destellos en la obra del poeta; para mi gusto, ese libro austero, sin concesiones, de ajuste consigo mismo, es de lo más auténtico y va­lioso que ha escrito Neruda en los últimos años. Someto al juicio del lector esta inesperada confirmación de mi tesis: de todos los libros del gran poeta chileno, Plenos poderes es, a mi juicio, el único en que son reconoci­bles ciertas legítimas resonancias de Vallejo). En los otros libros, los vericuetos de la vida personal importan mucho menos, o aparecen tan transfigurados, que la nitidez metafórica hace olvidar por completo la validez autobiográfica. En Vallejo, la metáfora nunca impide ver la vida; antes bien, se pone a su servicio. Quizá habría que concluir que en la influencia de Va­llejo se inscribe una irradiación de actitudes, o sea, después de todo, un contexto moral. Ya sé que sobre esta palabra caen todos los días varias paladas de indignación científica. Afortunadamente, los poetas no siempre están al día con las últimas noticias. No obstante, es un hecho a tener en cuenta: Vallejo, que luchó a brazo partido con la palabra pero extrajo de sí mismo una actitud de incanjeable calidad humana, está milagrosa­mente afirmado en nuestro presente, y no creo que haya crítica, o esnobismo, o mala conciencia, que sean capaces de desalojarlo.

(1967)

miércoles, 7 de mayo de 2008

El niño yuntero
















Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como las herramientas,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra,
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepurtura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.

Le veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?.

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
han sido niños yunteros.

Miguel Hernández

jueves, 3 de abril de 2008

Las lecciones del marxismo















César Vallejo

Hay hombres que se forman una teoría o se la prestan al prójimo para luego tratar de meter y encuadrar la vida, a horcajadas y a mojicones, dentro de esta teoría. La vida viene, en este caso, a servir a la doctrina en lugar de que ésta sirva a aquella. Los marxistas rigurosos, los marxistas fanáticos, los marxistas gramaticales, que persiguen la realización del marxismo al pie de la letra, obligando a la realidad social a comprobar literal y fielmente la teoría del materialismo histórico -aún desnaturalizando los hechos y violentando el sentido de los acontecimientos- pertenecen a esta calaña de hombres. A fuerza de ver en esta doctrina la certeza por excelencia, la verdad definitiva, inapelable y sagrada, la han convertido en un zapato de hierro, afanándose por hacer que el devenir vital -tan fluido, por dicha y tan preñado de sorpresas- calce dicho zapato aunque sea magullándose los dedos y hasta luxándose los tobillos. Son estos los doctores de la escuela, los escribas del marxismo, aquellos que velan y custodian con celo de amanuense la forma y la letra del nuevo espíritu, semejantes a todos los escribas de todas las buenas nuevas de la historia. Su aceptación y acatamiento al marxismo son tan excesivos y tan completo su vasallaje a él, que no se limitan a defenderlo y propagarlo en su esencia -lo que hacen únicamente los hombres libres- sino que van hasta a interpretarlo literalmente, es decir, estrechamente. Resultan, así, convertidos en los primeros traidores y enemigos de lo que ellos, en su exigua conciencia sectaria, creen ser los más puros guardianes y los más fieles depositarios. Es, sin duda, refiriéndose a esta tribu de esclavos, que el propio maestro se resistía, el primero, a ser marxista.

Qué lastimosa orgía de eunucos repetidores la de estos traidores del marxismo. Partiendo de la convicción de que Marx es el único filósofo de la historia pasada, presente y futura, que ha explicado científicamente el movimiento social y que, en consecuencia, ha dado, una vez por todas, con el clavo de las leyes del espíritu humano, su primera desgracia vital consiste en amputarse de raíz sus propias posibilidades creadoras, relegándose a la condición de simples papagayos panegiristas, y papagayos de El Capital. Según estos fanáticos, Marx será el último revolucionario de todos los tiempos y, después de él, ningún hombre futuro podrá crear ya nada. El espíritu revolucionario acaba con él y su explicación de la historia contiene la verdad última e incontrovertible contra la cual no cabe ni cabrá objeción ni derogación posible, ni hoy ni nunca. Nada puede ni podrá concebirse ni producirse en la vida que no caiga dentro de la fórmula marxista. Toda la realidad universal no es más que una perenne y cotidiana comprobación de la doctrina materialista de la historia. Desde los fenómenos astrales hasta las funciones secretoras del sexo del euforbio, todo es un simple reflejo de la vida económica del hombre. Para decidirse a reír o a llorar ante un transeúnte que resbala en la calle, sacan su Capital de bolsillo y lo consultan previamente. Cuando se les pregunta si el cielo está azul o nublado, abren su Marx elemental y, según lo que allí leen, es la respuesta. Viven y obran a expensas de Marx. Ningún esfuerzo les es exigido ya ante la vida y ante sus vastos y cambiantes problemas. Les es suficiente que antes que ellos haya existido el maestro que ahora les ahorra la viril tarea y la noble responsabilidad de pensar por sí mismos y de ponerse en contacto directo con las cosas.

Freud explicaría fácilmente el caso de estos hombres cuya conducta responde a instintos opuestos, precisamente, a la propia filosofía revolucionaria de Marx. Por más que les anima una sincera intención renovadora, su acción efectiva y subconsciente los traiciona, haciéndolos aparecer como instrumentos de un interés de clase, viejo y oculto, subterráneo y refoulé en sus entrañas. Los marxistas formales y esclavos de la letra marxista son, por lo general, o casi siempre, de origen y cepa social aristocrática o burguesa. La educación y la cultura no han logrado expulgarles estas lacras. Tal es, por ejemplo, el caso de Plejanov, Bujarin y otros exégetas fanáticos de Marx, descendientes de burgueses o de aristócratas, convertidos.

Lenin, en cambio, se ha separado y ha contradicho en muchas ocasiones del texto marxista. Si se hubiera ceñido y encorsetado, al pie de la letra, en las ideas de Marx y Engels relativas a la incapacidad y falta de madurez capitalista de la sociedad rusa, para ir a la revolución y para implantar el socialismo, no existiría en estos momentos el primer Estado proletario.

Otras tantas lecciones de libertad ha dado Trotsky. Su propia oposición a Stalin es una prueba de que Trotsky no sigue la corriente cuando ella discrepa de su espíritu. En medio de la incolora comunión espiritual que conserva el mundo comunista ante los métodos soviéticos, la insurrección trotskista constituye un movimiento de gran significación histórica. Constituye el nacimiento de un nuevo espíritu revolucionario dentro de un Estado revolucionario. Constituye el nacimiento de una nueva izquierda dentro de otra izquierda que, por natural evolución política, resulta, a la postre, derecha. El trotskismo, desde este punto de vista, es lo más rojo de la bandera roja de la revolución y, consecuentemente, lo más puro y ortodoxo de la nueva fe.

(Publicado en Variedades no.1090, Lima, 19-1-1929)

sábado, 15 de marzo de 2008

La Noción de Salud desde una perspectiva filosófica





Luís. M. Flores Gonález (Phd)
Profesor de la Facultad de Educación Pontificia de la Universidad Católica de Chile

El desafío de la Filosofía se dirige a la reflexión permanente sobre las posibilidades del hombre y al develamiento del mundo en que vivimos. El hombre, como el mundo, es tareas inconclusas e "indefinidas". Desde esta suspensión, el filósofo pretende bosquejar las huellas de lo infinito y el misterio invisible de las cosas.

Reflexionar sobre el concepto de salud desde una perspectiva filosófica nos conduce a reflexionar sobre las acciones y lenguaje en que la salud se dice y del "mundo" que evoca.

La noción de salud no es un concepto, sino una experiencia que se vive. De esta manera, no sería forzado sostener que la salud está asociada fundamentalmente al proceso de la vida y la muerte de los seres vivos en general. Nos interesa profundizar aquí la cuestión del sentido de la salud en el contexto de la existencia humana.

Para llevar a cabo nuestro propósito, vamos a dividir este estudio en dos momentos: la relación entre la noción de salud y la cuestión de la ética, y, en segundo lugar, algunas reflexiones críticas sobre la noción de normalidad y algunas paradojas de la Medicina moderna.

1. El problema de la salud como cuestión ética


M. Heidegger, en su célebre Carta del Humanismo (1946), reflexiona sobre el sentido originario de la palabra "ética" como ethos. Esta reposición de la palabra ethos conduce a sostener que la ética es la posibilidad concreta para el hombre de construir su morada en el ser. El ser en este caso no es el ser vivo, sino el horizonte inagotable desde donde significamos el mundo, otorgándole un sentido. En este contexto, la palabra "ser", que por sobre todo es verbo, correspondería a la primera afirmación, desde donde brotan todas las otras. Sin embargo, el "ser" no sería solo una especie de articulador lingüístico, o un ordenador artificial de la diversidad de las cosas. El ser alude a un momento originario, a una primera analogía, desde la cual toda cosa dicha, pensada, o imaginada siempre "es" y, por lo tanto, participa de la acción inagotable del ser.

La sutileza de la cuestión reside en que la afirmación del ser nunca es dicha por nadie en términos absolutos, esta afirmación descansa en su silencio originario, que los filósofos, como los poetas y artistas, incansablemente intentan decir de alguna manera.

Desde esta perspectiva, la correspondencia entre ética y ontología no se refiere a sus "objetos", sino al modo como se cruzan sus experiencias fundamentales.

La ética alude a la experiencia de la "casa primera" y "común" del hombre (ethos). La ontología, por su parte, se refiere al despliegue del verbo "ser", que es desde donde emergen las significaciones y construcciones propias del hombre. A la metáfora de la "luz", que indica el significado profundo del ser, en el sentido de aquello que deja ver las cosas, pero que ella misma no se deja ver, se agrega ahora la idea de "horizonte". Con esta metáfora queda de manifiesto que hablar de ser significa de una u otra forma aludir a una experiencia fundamental de orientación, de significación.

La ética, en esta perspectiva, es una experiencia originaria de sentido para el hombre, más que la prescripción normativa de ciertos códigos de conducta. La ética corresponde a la posibilidad para nosotros de llegar a ser "más humanos". Es en esta dimensión cualitativa de la humanitas donde centramos la posibilidad para el hombre de reconocer y vivir su propia humanidad. Todo hombre nace hombre-mujer, pero se hace humano. De esta manera la reflexión ética es correspondiente a la pregunta por el sentido de lo humano. J. F. Malherbe en su último texto llega a decir que la pregunta, o más bien la problemática de la ética consiste en preguntarse qué tipo de ser humano va (o queremos) construir (1).

La cuestión de la salud desde el origen de la Medicina como ciencia (arte para los griegos) aparece mediada éticamente. El principio básico de esta ciencia consiste en no dañar al otro bajo ninguna circunstancia, tal como lo consignara hace ya 25 siglos Hipócrates (2). Es interesante ver que este principio, más que una prohibición es un mandato, es decir, una afirmación más que una restricción. Es una apertura al ilimitado destino del otro, y no una simple negación arbitraria. La acción de no dañar es el principio fundamental de una ética que afirma la "realidad del otro" como primera afirmación de reconocimiento humano.

¿Cuál es entonces la "experiencia" y el "dinamismo" propio de la salud? Si planteamos la pregunta de esta manera es para insistir, desde el inicio, en que la noción de salud, aun siendo gramaticalmente un sustantivo, es en realidad un verbo, es decir, una acción, como lo es la existencia, el conocimiento, el lenguaje, el ser. La definición en estos casos no es posible, y no solo por razones lingüísticas, sino, como veremos, existenciales.

Desde la etimología de la palabra "salud", encontramos algunas pistas que nos ayudan a introducirnos en nuestro propósito. "Salud" viene del latín sanitas, y desde el origen hace referencia a "la salud del cuerpo y del espíritu". Tener salud significa tener buen sentido (bon sens.)

La vida humana es más que un proceso biológico, es decir, la vida no solo es el cumplimiento de determinadas funciones, sino la posibilidad del existir humano de ser "más" plenamente. La plenitud de la vida no se limita a un asunto de autorrealización, o de un logro profesional, sino a una decisión de vivirla desde y hacia un sentido.

La salud, como lo es la vida toda de los individuos, está siempre mediatizada éticamente, es decir, que sobre ella no recae solo una norma o un deber ser, sino una posibilidad de afirmación o de negación de sentido humano. Es sobre esta afirmación de sentido que vamos a situar la ética (3).

El sentido no es una cosa que podamos definir a priori. Sin embargo, sin mayor dificultad, podríamos enumerar una lista de personas que han logrado, a pesar de las dificultades, vivir una vida de sentido. Este significa, en una primera aproximación, "apostar", como diría B. Pascal, confiar y morir en la seguridad (assurance) de que hay un "algo" que al mismo tiempo que nos precede, nos sobrepasa. G. Marcel hablaba de misterio, otros, de fin último; otros, simplemente, de Dios. En este caso el nombre del "sentido" no es lo medular, sino su reconocimiento.

El amor, no el burdo romanticismo emocional, sino aquel que nos puede conducir a dar la vida por el otro, como la justicia que supera a la justicia de las leyes, son ciertamente gestos de sentido. Estos significan más de lo que "en sí" logran decir (4).

Maximiliano Kolbe, sacerdote polaco, ocupa el lugar del "otro hombre", un anónimo padre de familia que estaba en la lista para morir en Auschwitz.

Desde un pragmatismo absoluto se podría llegar a decir que la muerte de Maximiliano fue inútil. La persona que reemplazó murió semanas más tarde. Sin embargo, el gesto de Kolbe es un gesto de valor y de sentido humano, y no un absurdo. La acción de dar la vida es quizá el gesto de máximo reconocimiento a otro.

A diferencia del fanático, que en algunos casos está también dispuesto a morir, pero a condición justamente de negar radicalmente el rostro del otro, asesinándolo (5).

El que es capaz de morir por otro aporta un sentido que parece no terminar con la simple conmemoración del hecho en el presente. Parece que en este registro se abre un espacio de reconocimiento infinito, y un modo concreto de interpretar nuestro presente desde este "gesto" que al estar inscrito más allá de las palabras se reinterpreta siempre de otro modo.

Vicktor Frankl, en su texto El hombre en busca de sentido, llega a decir (sin ningún ánimo de promover alguna especie de masoquismo) que el sufrimiento también puede ser una instancia de sentido.

El hedonismo se presenta en nuestro medio como un fin en sí mismo y no solo como una posibilidad de exacerbar los placeres sensibles, sino, además, como la realización de una entretención infinita, que no es otra cosa que una alienación pura y simple. No parece una exageración que algunos estudiosos del tema llegan a caracterizar nuestra era como la era del vacío (6).

Ahora examinaremos ciertas relaciones entre la Medicina y la posmodernidad, y algunos antecedentes provenientes de un filósofo y médico que ha reflexionado de un modo acucioso sobre la relación entre lo normal y lo patológico: nos referimos a Georges Canguilhem.

1.1. Algunos aportes de Georges Canguilhem (1904-1995)

Lo normal aparece como una noción ambigua y arbitraria, si se le reduce al promedio matemático, o a un censo estadístico.

"La vida humana, sostiene Canguilhem, puede tener un sentido biológico, un sentido social, un sentido existencial. Todos estos sentidos pueden ser indiferentemente retenidos en la apreciación de las modificaciones que la enfermedad infringe al viviente humano" (7).

El autor antes citado indica que la cuestión de fondo cuando analizamos lo viviente, la vida, es saber, y decidir si estamos tratando a esta como un "sistema de leyes o como una organización de propiedades, si debemos hablar de leyes de la vida o de orden de la vida".

La confrontación que hace Canguilhem fue hecha en respuesta a las primeras investigaciones que hiciera al inicio de la ciencia médica moderna Claude Bernard.

Canguilhem critica a Bernard, que, a pesar de no identificar necesariamente lo cualitativo con lo cuantitativo, al momento de distinguir lo normal de lo patológico, cree en "una legalidad fundamental de la vida análoga a la materia". La idea de la organización permite al autor avanzar hasta lo que hoy podríamos denominar perspectiva estructural-fenomenológica, cuando insiste que lo patológico no se reduce a lo biológico. La vida es una polaridad dinámica (8).

La vida entera es una experiencia y tentativa de sentido, en todas las direcciones. La intencionalidad, la conciencia, como diría Merleau-Ponty, emerge de un cuerpo que no es más un objeto, sino un sujeto (9).

Dos cuestiones cruzan la preocupación filosófica, biológica de Canguilhem. La primera consiste en preguntarse sobre si el estado patológico corresponde a una modificación cuantitativa del estado normal. La segunda es preguntarse si hay ciencia de lo normal y lo patológico.

En el primer caso, Canguilhem debe confrontar su reflexión con dos de los paradigmas que se perfilaban en su época como válidos. Por un lado, A. Comte, quien se interesaba en lo patológico en vista de determinar especulativamente las leyes de lo normal. Claude Bernard se interesaba, al contrario, en lo normal con el propósito de actuar de un modo razonable sobre lo patológico (10).

Contra A. Comte, Canguilhem rechaza el postulado que pretende que la patología es tan solo una forma de lo normal medible en grados o en niveles de menos a más.

Para Claude Bernard, la Medicina es la ciencia de las enfermedades, y la Fisiología sería la ciencia de la vida propiamente tal.

Canguilhem sostiene, contra Bernard, que la enfermedad compromete al organismo en su totalidad y no solamente a uno o algunos órganos.

Estar enfermo, prosigue el autor, es verdaderamente para el sujeto otra "expresión" (allure) de la vida. La enfermedad obliga al organismo a remodificar su modo de ser.
El estado de salud tiene al sujeto en la inconsciencia de su cuerpo, el cuerpo emerge a la conciencia cuando el sujeto experimenta (vive) limitaciones, amenazas y obstáculos para su salud. La idea de un cuerpo emergente no impide a Canguilhem privilegiar el estado de la conciencia de la enfermedad, como aquello que la constituye, no a la enfermedad en sí, sino a la enfermedad para el enfermo (11).

1.2. Medicina y posmodernidad

El desarrollo y avance de la llamada biotecnología nos abre un mundo de insospechadas ventajas respecto de la vida y específicamente la salud.

No sabemos hasta dónde se podrá llegar y como saberlo es imposible, podemos reflexionar sobre las nuevas fronteras de la vida, que parecen cada vez más anchas e indiscernibles.

Los filósofos, como Levinas y también algunos médicos en nuestro medio (R. Bustos), intentan hacerse cargo de un ‘olvido’ de lo humano. No tendría sentido responsabilizar de este ‘olvido’ a las políticas de salud ni a los ministros ni a la OMS. Sin embargo, es bastante claro que el vertiginoso desarrollo e innumerables avances en el dominio de la biología molecular y la genética nos pone en una posición de crítica respecto del ‘sentido’ del cual hablamos antes.

Las claves del humanismo aparecen enfrentadas a una tensión que algunos ubican al interior de la modernidad, que supuestamente terminó o está terminando, y al nacimiento de la posmodernidad (12). Hay otros que sitúan esta crisis (del humanismo) como expresión de una crisis metafísica (13).

Una de las expresiones más concretas de esta crisis es la manera como la vida, en general, y la existencia humana, en particular, se reduce a la función que se desempeña. No es casual que el concepto de salud se refiera fundamentalmente a la dimensión funcional orgánica del cuerpo o, como lo veremos en el próximo punto, a la adaptación, también funcional, del individuo al sistema.

Este reduccionismo no solo se refiere a una toma de posición epistemológica, es decir, y como lo indica R. Bustos, a una práctica médica inspirada en una ‘epistemología neutra’, sino, además, y fundamentalmente, por una imagen mecanicista y funcional de la vida humana.

Gabriel Marcel, filósofo de la existencia, ya en el año 1933, diagnosticaba la situación de la ‘Época contemporánea’, caracterizada por una representación del hombre como un haz de funciones. En el origen de este desplazamiento se operaba otro más profundo y más sutil. Este corresponde al paso del misterio del ser a la "objetividad" del tener (avoir). Tener cosas no tiene nada de despreciable, como la "objetividad" que se puede obtener frente a un hecho cualquiera. El problema reside cuando se termina identificando el ser que somos, con la función que hacemos, o estableciendo que el único criterio válido en el campo de las ciencias (y particularmente en la Medicina) es el de la "objetividad".

Sería absurdo resistir y negar la "objetividad" de las causas de una enfermedad o el dolor que la produce. Si se identifica la sola búsqueda de la causalidad con el plano de la objetividad, se deja entre paréntesis la subjetividad del enfermo, y, por tanto, a la enfermedad misma.

Por esta razón, piensa Canguilhem que la "definición" de la enfermedad debiera remitir, entonces, a la conciencia del enfermo. Es porque hay hombres enfermos que hay Medicina, y no por el hecho de que hay médicos es que hay enfermedades. Lo que en otros términos quiere decir que este autor subraya lo que parece una evidencia palmaria: la Medicina siempre sana o, al menos, aspira a ello. Esta última afirmación es criticada ampliamente por el Dr. Reinaldo Bustos en su texto Las enfermedades de la Medicina, que estudiaremos a continuación (14).

2. La patología de la normalidad y la medicina sacrificial

Algunas de las tesis de R. Bustos van a iluminar la segunda parte de este trabajo. Para ahondar en la crítica respecto de la idea que identifica lo normal con aquello que funciona, retomaremos también algunas ideas expuestas por E. Fromm sobre la noción de patología de la normalidad.

2.1 Sobre la patología de la normalidad

En síntesis, E. Fromm deja de manifiesto que lo que denominamos normal es una noción arbitraria y relativa a criterios funcionales. El relativismo sociológico que critica el autor postula que lo normal es sinónimo de lo que funciona. Sin embargo, la simple adaptación de los individuos a un sistema social no garantiza, necesariamente, una normalidad. O, si se prefiere, la norma del conjunto no excluye lo que Fromm denomina con el nombre de patología de la normalidad.

Los argumentos son de dos tipos: el primero es un argumento cuantitativo: los países de mayor desarrollo económico presentan los porcentajes más altos de suicidios, homicidios y hechos de violencia. El segundo argumento es de orden cualitativo: la presencia de los "defectos socialmente modelados" (DSM).

Estos defectos son aquellas situaciones que se modelan de tal manera, que se aceptan como normales. En este contexto los vicios se presentan como virtudes. Las formas de engaño social y los complejos modos de hipocresía son ejemplos de DSM. En nuestro medio, sugiere O. Dörr, el lenguaje excrementicio que usamos en lo cotidiano es una forma que se valida en todas partes. Lo más delicado es que esta forma de hablar corresponde a una patología (coprolalia) que acusan pacientes neurológicos con daño cerebral severo (15).

La tesis de Fromm sobre la patología de la normalidad y los DSM fue, aunque no de un modo explícito, recogida en un filme argentino de los años 80: Hombre mirando al sureste.

Ramtés, el personaje principal, se cree venido de otro planeta y se va derecho al manicomio. La decisión que toma este loco una vez en el hospital es, simplemente, decir la verdad y denunciar la forma como son tratados los enfermos en este centro psiquiátrico.

Ramtés enfrenta la "normalidad" del sistema, representado por el hospital, y la normalidad funcionaria del psiquiatra que lo atiende. La historia sucede sin saber verdaderamente de dónde venía Ramtés. Lo que es evidente es que la supuesta locura del personaje es más lúcida que la normalidad en que se desenvuelve el sistema hospitalario. El final es previsible: el personaje con diagnóstico de delirio de humanidad no resiste al "tratamiento", y muere dejando la sensación de incertidumbre y de absurdo respecto de lo que nosotros creemos y justificamos como normal.

Brevemente acordemos algunas conclusiones provisionales a este respecto.

Primero, lo delicado que es identificar normalidad con lo que sucede más a menudo, o con el resultado estadístico. Segundo, que la adaptación del individuo a un determinado sistema no es condición necesaria de normalidad. Tercero, que la razón para reflexionar sobre la PN consiste en suponer que la inadaptación del individuo bien puede ser consecuencia de una inadaptación de la cultura misma respecto del sujeto, y no al revés.

Desde otra perspectiva, pero siempre en el plano de la salud mental, Oliver Sacks (1933) escribe una serie de casos límite, donde justamente las patologías se parecen más a una historia escrita por un escritor surrealista que a un informe neurológico.

En la mayoría de los casos narrados por Sacks, los límites entre lo normal y lo patológico aparecen obnubilados por una tensión existencial. La "subjetividad" de la enfermedad trasciende los límites de la supuesta objetividad del diagnóstico. "Nosotros no vemos las cosas en sí, sino con relación a otras. Algo le pasaba al paciente identificado como el Dr. P que confundía a su mujer con un sombrero, y que le impedía hacer la relación entre lo que veía y él mismo" (16).

2.2. La dimensión sacrificial de la Medicina


Según la perspectiva de Reinaldo Bustos, las enfermedades de la Medicina corresponden a las enfermedades del mundo moderno. La noción de sacrificio le permite al autor situar antropológicamente la cuestión de la enfermedad.

El sacrificio o formas sacrificiales, estudiadas largamente por el antropólogo francés R. Girard, son las respuestas que los hombres dan a una rivalidad mimética, que se despliega a partir del origen triádico del deseo.

Sostener que el deseo se estructura en tres momentos, significa postular que este no tiene un objeto determinado a priori. El hombre nace deseando, pero sin saber qué. El rasgo constitutivo del deseo es su indeterminación.

No nacemos deseando, somos deseo. Sin embargo, la condición existencial del deseo no se limita al fijo esquema de una correspondencia simétrica con el objeto deseado. El objeto, o aquello que es deseado, nunca es "en-sí", sino que es deseado porque hay un otro que también lo quiere y que, recíprocamente, se desea porque yo también lo quiero. Aprendemos a desear lo que rivalizamos con otro que quiere lo mismo que nosotros.

El deseo es fruto de una competencia, de un aprendizaje, de una rivalidad que Girard denomina con el nombre de "mimética". La "mímesis de apropiación" no es sino el deseo que se apodera de lo que otro también quiere. Somos herederos de una violencia que al principio fue cometida por los dioses. La violencia y lo sagrado van de la mano, al interior de un mundo repleto de dioses. La historia de la humanidad aparece fundada sobre un "asesinato fundacional", un crimen, o un hecho de sangre (17).

El crimen de la modernidad es que los hombres, es decir, nosotros mismos, somos ahora los asesinos de Dios. La profética afirmación de Nietzsche respecto de la "muerte de Dios" es un signo de cómo nuestro tiempo se seculariza y se vacía de sentido. "El fenómeno sacrificial sigue vigente en la época moderna y al interior de una práctica —como la Medicina— que se supone orientada en el sentido contrario, hacia al alivio de los dolores y sufrimientos humanos, pero al costo de negar la subjetividad, como una operación estratégica en función de rendimiento social. Existe el sacrificio, simplemente ha cambiado el escenario y la forma de representación" (Bustos, ídem. p. 39).

Esta idea es relevante, porque nos abre a la posibilidad de plantear una crítica profunda a nuestras prácticas del "quehacer" humano, y no solo a la Medicina. La negación de la subjetividad no es simplemente una operación abstracta de una razón que se instrumentaliza cada vez más, sino también, además, una negación, o al menos un paréntesis de esa posibilidad de afirmación de sentido que indicábamos antes. El sentido parece reducido a intereses de mercado, a ganancias y resultados. La importancia que tienen estas categorías es incontestable, pero también lo es el hecho, la forma flagrante en que nos supeditamos a ellas.

Un mundo feliz, de Huxley, fue en su momento una advertencia de que las posibilidades de un mundo programado, que pretende evitar el dolor por el consumo de cualquier droga posible, se convierte inexorablemente en un mundo desgraciado y tremendamente infeliz.

En la medida que lo "humano", de cualquier forma, se transforme en un medio o en alguna justificación cualquiera de alguna ideología o incluso de alguna religión, se termina por negar a sí mismo.
Conclusiones

Nuestro tiempo es un tiempo de crisis. Sin embargo, esta crisis significa también un tiempo de discernimiento y de crítica de lo que somos y hacia dónde queremos ir. El humanismo es quizás el único "ismo" que no se reduce a una doctrina cerrada ni a una respuesta única. Evidentemente esto no siginifica optar por vivir siempre en suspenso o entre paréntesis.

Darse una respuesta puede significar, en primer lugar, no excluir la respuesta del "otro"; nos abre la mirada al "otro-hombre", a la tolerancia, y la posibilidad de llevar a cabo una ética de la responsabilidad. Esta ética puede significar el esfuerzo permanente de reconocimiento del otro, de recoger la "diferencia", en oposición a una filosofía fundada en la idea de identidad, y de reconstruir las implicancias existenciales de "sentido" siempre abierto de la dignidad humana.

Ivan Illich escribía un artículo en Le Monde Diplomatique el año ‘99, donde manifestaba su preocupación por el modo como comienza a desarrollarse cada vez más la tendencia en países desarrollados a la "obsesión de la salud perfecta".

Nosostros en nuestro medio estamos, quizás, lejos de esta obsesión, pero hay otras bien conocidas y publicitadas. En un sistema donde la salud parece más un privilegio que un derecho, se tiende a "emparejar" la entrega de servicios haciéndolos más eficientes. La obsesión por la eficiencia puede desviar el sistema hacia un pura cuestión funcionaria y administrativa, en desmedro del "sano" reconocimiento del "otro".